La abuelica 4
Esta mañana andaba por la calle haciendo unos recados y la he visto. Una mujer muy mayor, con el pelo blanco, delgadísima, algo encorvada, arrugadica y totalmente vestida de negro. Hacía mucho que no veía a una señora así, con ese aspecto de viuda de las de antes. Y me he acordado de una de mis abuelas.
Vivía en la Estafeta. Siempre vestida de negro, con su bolso debajo del brazo y dándonos monedas de cinco duros a los nietos. Pese a su edad, vivía sola y cada día subía varias veces los cinco pisos hasta su casa.
En Sanfermines, cuando yo era un retaco, por las tardes mi padre me tomaba de la mano y, paseando, llegábamos a Estafeta un poco antes del toro de fuego.
El olor a pólvora mezclado con el de chorizo pamplonica del bocata que ella me hacía para cenar es uno de mis primeros recuerdos sanfermineros.
Luego a dormir. Si puedes. Cuando tienes ocho años y por debajo de casa pasan peñas, bombos, borrachos y cantantes desafinados, y te encuentras en un estado de histeria total porque no quieres que se te pase el encierro, es difícil pegar ojo. Y a mitad de madrugada llega tu hermano adolescente, con tus primos, y todos bien cocidos. Y mi abuela se hace la loca.
Me despierto con las dianas. Me asomo al balcón. Mi abuela aparece impecablemente arreglada, preocupada porque no se les pase la hora a los chicos. Los ‘chicos’ están durmiendo la mona a pierna suelta mientras mis ojos infantiles no pierden ripio: los de la limpieza, los munipas con el concejal de turno, los primeros corredores, mi cabezón incrustado entre los barrotes del balcón…
Poco antes del cohete surgen mi hermano y mis primos, resacosos y en pijama. No cabemos todos asomados y mi abuelica se retira, para escuchar el encierro por la radio.
Pasa la carrera y baja y sube cinco pisos para traernos unas madalenas y españoletas recién hechas, que mojamos en el cola cao caliente. Los resacosos se vuelven a acostar.
Mi abuelica. Una mujer humilde y maravillosa.
Hoy me he acordado de ti.