Archivo por días: 18 de junio de 2009


Fallo del jurado del I Certamen de microrrelatos 36

Estimados lectores, ayer a las 19.30 se hizo público el fallo del I Certamen de microrrelatos, con los siguientes resultados.

Primeros tres clasificados:
Ganador: ‘’El último encierro’’ por Javier De Prada, de Pamplona
2º clasificado: ‘’El chupinazo’’ por Ginés Mulero, de Viladecans
3º clasificado: ‘’Fin de fiesta’’ por Alberto Montoya, de Pamplona

Resto de finalistas:
4º clasificado: ‘‘Big bang sanferminero’’ por David Vital, de Artajona
5º clasificado: ‘‘Ese afortunado trapo rojo’’ por José Francisco Alenza, de Pamplona
6º clasificado: ‘‘A buen entendedor..’’ por Uxue Etxebeste, de Tarragona
7º clasificado: ‘‘Confesiones insólitas’’ por Consuela Dobrescu, de Pamplona
8º clasificado: ‘‘La reina negra’’ por Roberto Cormenzana, de Pamplona
9º clasificado: ‘‘La niña del tambor’’ por María Amaya Carro, de Pamplona
10º clasificado: ‘‘Miedo’’ por Ignacio Navarro, de Sarriguren

Nuestra enhorabuena a todos ellos.

Como ya os comentamos ayer, durante la ceremonia se hizo lectura en voz alta de estos 10 relatos, a cargo de otras diez personas relacionadas con las fiestas.
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A continuación podéis leer los 3 relatos ganadores (en posteriores entradas iremos publicando el resto), ¡que los disfrutéis!:

3º clasificado: FIN DE FIESTA, de Alberto Montoya

Eran las doce pasadas. Sonaba la última traca del Pobre de Mí, y la gente, aunque ya en menor cantidad que otros días, alborotaba el ambiente, aún con ganas de fiesta. A su alrededor, las peñas animaban mientras la muchedumbre cantaba emocionada, los niños, jugando, evitaban a toda costa que se cayera la cera de las velas como si de un tesoro se tratara, para la gente joven aún daba tiempo para una última noche de excesos… No parecía un fin de fiesta, sino el comienzo de otra, como si los días no pasaran factura a los espíritus allí congregados. Recogió su manta, envolviendo con ella las gafas de plástico de dos euros, las pulseras de cuero ennegrecido y aquellos típicos sombreros de vaquero que tanto animaban la media altura de los bares. Nadie se había fijado en él, solo era otro vendedor de piel oscura y curtida, al que todos intentaban regatear hasta el empalago, otro “pobre hombre que tiene que ganarse el pan mientras otros derrochan sin parar”, como pensaban los que le observaban. Pero él estaba orgulloso, todo había vuelto a salir perfecto. Sigilosamente, se adentró en las oscuras calles, dejando atrás la fiesta. Su Fiesta.

2º clasificado: EL CHUPINAZO, de Ginés Mulero

¡Viva San Fermín! La mecha prende y el cohete sisea hasta ascender abriendo el trozo de cielo en júbilo. En la Plaza del Ayuntamiento llueve el cava y una explosión de cánticos incendia con benevolencia mi entrada en la mayoría de edad. Unánimes cantamos “Todos queremos más… libertad”. Como un solo cuerpo unido por una faja roja, vehementes, botamos. En un castellano roto, la muchacha escandinava que de frente me frota con sus senos exuberantes, duros como piedras, tararea en mi oído: “…porque bebiendo vi-no nos co-no-ce hasta el Pa-pa”. La sangre viaja en palpitaciones por la autopista de mis venas. Hemorragias varias de pudor aúnan esfuerzos concentrándose en un lugar común. Sus labios mojados de zurracapote sellan los míos y temo que el ajoarriero del desayuno la eche para atrás. Especulo que los de la Peña La Jarana que nos rodean se mofen… Mi ardor es abarcable y la rubia lo ataca, por encima del pantalón. Lejano oigo un “…que te ha pillao el carrico del helao”, y cierro los ojos imaginándome a Hemingway y San Fermin conversando sosegadamente sobre mí. Levanto las pestañas regresando al mundo. No está. Un río humano se la ha llevado. Pobre de mí…

Ganador: EL ULTIMO ENCIERRO, de Javier De Prada

(A San Fermín pedimos…)
Al alzar el periódico vi la mancha de sangre seca en mi mano. Entoné la plegaria intentando conjurar el miedo que ascendía por el pecho y me abrasaba como una cornada caliente.
Me llamó la atención su indumentaria, como de otro tiempo, la quietud hierática y su mirada sombría. La esquivé clavando los ojos en la hornacina.
(… dándonos su bendición.)
El último canto era la señal para que cada cual ocupara su puesto, como una emboscada en un desfiladero. Descendí la cuesta empapado por el pánico. El peligro ya olía a pólvora.
Me siguió, tocó mi espalda y me espetó:
– Tú no me conoces. Soy Esteban. Caí en 1924.
Me señaló una figura borrosa con la que nadie tropezaba. Sujetaba un pedazo del santo capotico.
– Y también están los otros doce, en su lugar del recorrido, atentos al quite.
Entonces descubrí con estupor mi camiseta desgarrada y sanguinolenta.
Me dijo conmovido:
– Sí, Matthew, corriste tu último encierro en 1995. No pudimos hacer nada.
El estallido del cohete silenció mi grito incrédulo.
Y me abracé a él llorando mientras la manada ascendía como un tren cremallera y pasaba por encima sin reparar en nosotros.