Textos participantes en I Certamen de Microrrelatos Sanfermin (VII) 1
– Tuve un sueño – , Fermin Peralta
Quince mil kilómetros de distancia, hacen que Pamplona, mis sanfermines y mis encierros sean ya lejanos. Era un sueño. Era soñar con los sanfermines, era soñar con el encierro.
Es verse nuevamente en la calle vallada, con otros, haciendo bueno aquello que todo buen pamplonica canta el «…San Fermín que todo lo ve, los bendecirá, los bendecirá…»
Estoy en las calles de mi ciudad natal, de pronto…los gritos, el rugido sordo de la multitud y por encima de todo un terrible sonido que se abre paso entre las brumas del sueño; el resoplar de un toro; giro la cabeza y veo la testuz del animal, grande, fiero, de enhiestos pitones.
El toro me persigue, y un sudor frío como la muerte me corre por la espalda, hago un recorte usando el tradicional diario, pero la manada no deja mucho margen de maniobra y otro animal aún más fiero que el anterior me embiste.
Cuando el pitón me va a coger sin remedio, me despierto. Era sólo un sueño.
– La cornada – , Jesús Andrés Pico
Apenas he podido pegar ojo. Mi cuerpo dolorido quisiera estar tirado por la hierba de Pamplona. Insomne, sí, pero debido a la fiesta. Levantándome trabajosamente, sin lavarme siquiera, me he asomado a la calle. Nerviosismo y tensión. Los mozos saltan y estiran los músculos de sus piernas anhelando el momento del tercer chupinazo. Yo busco el lugar idóneo para correr este primer encierro de los Sanfermines. La cuesta de Santo Domingo es demasiado rápida y limpia. Tal vez en la curva de Mercaderes. Pero no, mejor al final de Telefónica, esperando la llegada de un morlaco rezagado y peligroso o en el acceso al coso en medio de un tropel de cuerpos caídos sin que me de tiempo a escapar por la gatera, sintiendo como el asta me cercena la piel al tiempo que contemplo, sobre la testa poderosa del cuatreño, la marea multicolor lanzada hacia la plaza.Sí, definitivamente, ahí me voy a quedar. Ahora, mientras observo mohíno y febril como los mozos cantan por tercera vez al santo, sólo resta rezar y esperar que la cicatriz de este tonto accidente que me apartó de la carrera tenga todas las trazas del costurón de una buena cornada.
– Abortamos invasión – , Raúl Ciriza
Jornada 1. 7/07.
Aterrizamos en edificio circular. Gurb adopta forma típica local para pasar desapercibido: folclórica con vestido de lentejuelas. Emprende investigación en algarabía, música y olés. Pierde contacto por impacto de melocotón en peineta. Interfono inutilizado.
Continúo informe en solitario.
Fuera de la plaza todo tranquilo. Me mimetizo en mozo local y paro en Labrit. Suspendo comunicación para evitar ser descubierto.
Jornada 2. 8/07.
Noche difícil. Terrícolas tienen organización y aguante. Yo ardor y dolor de cabeza. Sigo recomendaciones locales: bicarbonato primero, y kalimotxo después. Funciona. No hay señales de Gurb.
Me transfiguro en personaje histórico local: Ernest Hemingway. Me siento a pensar al lado de mi estatua.
20:30, primera manifestación violenta: soy arrollado por unos jóvenes con pancartas.
20:32, unos niños me arrojan sangría.
20:37, me atizan con el bombo.
20:44, me fotografía un japonés.
Abandono callejón, me transformo en Pilar Rubio vestida de enfermera y acudo a calle Jarauta. Suspendo comunicación.
Jornada 3. 9/07.
Segunda noche dura. Terrícolas confirman su sorprendente sistema defensivo. Paralizamos invasión del planeta y continúo el estudio de hábitos locales. Solicito intimidad.
Salgo discreto en busca de Gurb. Adopto la apariencia del kiliki Caravinagre.
Suspendo comunicación con nave nodriza hasta 15/07.
– Pensador – , Íñigo Sota
Nunca se acostaba durante esos nueve días. La casa de mi abuela se convertía en su refugio, ella era la invitada. Unas veces decía que debía acompañar al señor, del encierro a los gigantes y de ahí al buen vino, el jolgorio, los toros y la noche bien servida en mesa de lujosos blanco y rojo. Ella lo sabía: aquel hombre de gran porte, cano cabello y figura atrayente era su mejor excusa para conocer aquellas fiestas. Yo, desde el otro lado del sillón, escuchaba atento a mi abuela cuando le preguntaba por sus planes para el día. San Fermín se erigía en protagonista de la calle cuando todos enmudecían cansados por el tremendo estruendo nocturno y el arrollador sentimiento de brío. Las lágrimas de las personas, decía, parecen brotar desde el mismo corazón de un pueblo que tiene en su interior a la misma devoción del primer día.
Cuando me preguntaba quién era aquella señora que se alojaba en casa de mi abuela, solo obtenía por respuesta el nombre del pensador, un tal Ernst, cuya secretaria era la confidente, año tras año, en casa de mi abuela y junto a él.