Palmarés III Certamen Microrrelatos. Viva San Fermín Gora! 6
PALMARÉS III CERTAMEN INTERNACIONAL MICRORRELATOS SAN FERMÍN – 2011
En este post encontraréis los 20 relatos finalistas del III Certamen.
Ganador: ‘’Un día sin lavar’’ por Isabel Azcona Ema, de Pamplona
2º clasificado: ‘’La embestida’’ por Teresa Mireya Zulaica Garamonte, de Tarilonte de la Peña
2º clasificado: ‘’Los pitones’’ por Cristina Sádaba Elizondo, de Murchante
3º clasificado: ‘’Los toros como de hierro’’ por Manu Ramos Boría, de Pamplona
4º clasificado: ‘‘Blows you away’’ por Carlos Remón Sanjuan, de Sangüesa
5º clasificado: ‘‘Encierrina’’ por Juan Iribas, de Tafalla
6º clasificado: ‘‘Llueve en Sanfermines’’ por Asier Rey Salas, de Barakaldo
7º clasificado: ‘‘Frenesí’’ por Iñaki Azcárate Díez, de Beriáin
8º clasificado: ‘‘Bull run’’ por Javier Enériz Olaechea, de Pamplona
9º clasificado: ‘‘Telegrama’’ por Gabriel Camero Martín, de Mijas Costas
Resto de finalistas:
Derroteros, de Eduardo Laporte
Lo más querido, de Ignacio Navarro Otano
Urko, de José Ignacio Señán Cano
Hasta la última gota, de Sergio Estébanez Sáez
Fermín San, de Victor Barandalla Aristu
Historia de una faja, de Carlos Campión Jimeno
Reencuentro, de Isabel Lizarraga Vizcarra
Desde el Olimpo pamplonés, de José Francisco Alenza García
Solidaridad entre patrones, de Maite García de Vicuña
Juego de niños, de Andrés Mendiri Ruiz de Alda
UN DÍA SIN LAVAR, de Isabel Azcona
Queda ya lejano el nudo en la garganta que no me dejó contestar con ¡viva! el viva al Santo, justo antes de que comenzara todo. Un año entero esperando me impide dejar de disfrutar cada minuto… pero el cansancio no perdona.
De vuelta a casa me cruzo con familias que van a los gigantes. Me miran. Todavía son visibles las consecuencias del “cumpleaños feliz” que cantamos a la guiri del tendido.
Es tardísimo otra vez, mi madre está enfadada. “Llámame para los toros“, le digo mientras dejo la ropa sucia en el suelo de la cocina, como siempre. No contesta, pero me avisa a las cuatro levantando la persiana. Se le debe de haber pasado el enfado porque la camiseta y el pantalón están lavados y planchados.
Me duele tremendamente la cabeza, será sólo hasta el himno de Eurovisión, así que saco el abono del cajón donde lo guardo como un tesoro desde junio. Hoy es domingo, toca “miuras”. Saludo al portero mientras desdoblo la entrada. Es la de ayer, dice. No, día 11, la de hoy, contesto. Hoy es 12, murmura algo extrañado. Miro a mis amigos que señalan el 12 en sus pases. Ayer no viniste. Tu madre dijo que estabas dormido.
La embestida, de Teresa Mireya Zulaica Garamonte
Nos pilló por sorpresa el rápido recorte que hicieron por la curva de Estafeta. Venían frescos todavía y sus gestos no presagiaban un encuentro amigable, así que zumbamos quemando suelas rumbo a Telefónica. Los teníamos cerca. Nadie miraba atrás. Sorteábamos entre empujones al gentío congregado, que parecía no percatarse del peligro que nos azuzaba. En éstas andábamos cuando me pareció oír a Íker rezando al Patrón por lo bajini. Iba desencajado, como quien va a palmar. A mí, por si aún era poco lo que llevaba encima, me invadieron de repente unas ganas locas de soltar esfínteres… Pero estaba el percal como para pedir permiso. Iontxu, que no solía mover más músculos que los de la mandíbula, empezó a perder fuelle y pude escudriñar por el rabillo del ojo cómo era zarandeado por uno de los empecinados perseguidores. ¡Sálvese quien pueda! gritábamos para nuestros adentros. Javier se escoró hacia un pequeño portal en el vano intento de pasar desapercibido, pero un ejemplar rezagado se cebó con sus carnes. Me flojeaban las piernas. Tras mi cogote podía ya sentir el resoplar de la bestia. Al momento, mis nalgas percibieron el contacto. Me había embestido con su maldito látigo el peor kiliki de todo Pamplona: “Caravinagre”.
Los pitones, de Cristina Sádaba Elizondo
“Seis de julio, cielo despejado, 33º a la sombra y yo en Salou. Siete años, siete, lleva Ana arrastrándonos al apartamento de sus padres en esta primera quincena. ¡Hay que joderse! Y Ainara, que ya ha cumplido trece, ni nos mira, no levanta el pulgar del móvil de lo enfurruñada que está. Más me duele lo del pobre Julen: la criatura aún no sabe lo que es correr delante de un zaldiko o llorar con un cabezudo. Y ¡agárrate a la vuelta! Encima hay que aguantar las anécdotas del suegro en la peña, que él nunca perdona ni su bota ni su ajoarriero…”
A las doce en punto, enfundada en un tembloroso biquini rojo, metro ochenta de mujer nórdica y turgente cruza delante de nuestro Javi y éste, no sabemos si agradecido al capotillo del santo o a la sonrisa inmaculada de la moza, le guiña un ojo mientras susurra: “¡Viva San Fermín!”
Los toros como de hierro, de Manu Ramos Boría
De golpe se da cuenta de que Javier no está, ve a su marido con la nena sobre los hombros al lado del gigante africano que gira asombrosamente ágil, ambos con la misma sonrisa intacta. Javier es tan despistado, piensa, que ni se va a dar cuenta de que se ha perdido. Mira desesperada a su alrededor, Carlos III es un amazonas blanco y rojo. Y entonces suena su móvil. ¡Le ha escrito su número en el brazo! Se lo queda mirando como a un boleto de la tómbola premiado. ¿Señora? Dice una hermosísima voz dulce, tenemos a su niñito con nosotros, está muy bien, no se me preocupe. Los latidos de su corazón podrían reflotar el Titanic con la cena aún caliente en los platos. Le dicen que están junto a los toros como de hierro. Llega hasta ellos sin tocar el suelo. Son un matrimonio mayor venidos de algún país precioso, y le han comprado tantos globos a Javier que están a punto de irse volando los dos cuando se abrazan. Poniéndose pamplonicamente pesada logra invitarlos a pinchos y vino. Vaya locura ¿no? Dice en medio del gentío. No, contesta el hombre sonriendo, los locos nunca se divierten tanto.
Blows you away, de Carlos Remón Sanjuan
Five.
He was so skint, though.
-Oh, please, it’s Sanfermin.
He bloody well knew- five euros for a lousy balloon in the shape of SpongeBob. Add up the bubble pistol, the rides, plastic trinkets. He was blowing money fast.
He’d haggled but the man just shrugged- hard times were for everyone.
His daughter’s eyes went misty. He fumbled in his dungarees for some coins but felt instead his flyers with the tear-off strips to put up on walls. But nobody calls. Nobody needs him anymore.
Except her. Stretching out her hand.
He produced the money, reluctantly. At least accompanying the Giants was free.
Then, a miracle-
His daughter loses her grip on the cord and when SpongeBob slips away it is the Giant herself that reaches over and grasps at the balloon, preventing it from blowing away. The Queen lowers her arm before someone notices, the balloon swaying in her clutching hand for the child to collect.
-Joshepamunda got it, dad!
-Sure, love- he concedes.
He peeks at the Queen and spots a hint of a naughty smile on her face.
And her daughter’s. That smile is worth a fortune.
They saunter down the street, spinning around, feeling gigantic.
Like majesties for a while.
Anonadado (Traducción)
Cinco.
Sin embargo él estaba pelado de dinero.
-Oh, por favor, es Sanfermin.
Joder que si lo sabía más que de sobra- cinco euros por un birrioso globo con la forma de Bob Esponja. Añádele a eso la pistola de pompas de jabón, las atracciones en las barracas y las baratijas de plástico. Estaba fundiéndose el dinero a toda velocidad.
Intentó regatear, pero el hombre simplemente se encogió de hombros- eran tiempos duros para todos.
Los ojos de su hija se humedecieron. Hurgó en sus bolsillos buscando algunas monedas, pero solo encontró sus hojas de anuncio con esas tiras recortables con el teléfono para poner en las paredes. Pero nadie le llama. Nadie le necesita ya más. Excepto ella. Estirando su mano.
Sacó el dinero a regañadientes. Por lo menos acompañar a los gigantes era gratis.
Y entonces, un milagro-
A su hija se le escapa la cuerda y cuando Bob Esponja se aleja, es la propia reina quien con un movimiento sujeta el globo, evitando que este vuele lejos. La reina baja su brazo antes de que nadie se dé cuenta, con el globo oscilando firmemente en su mano, para que la niña lo coja.
-¡Joshepamunda lo ha cogido, papá!
-Seguro que si cariño- asiente él.
El mira de reojo a la reina y cree adivinar un esbozo de sonrisa traviesa en su cara.
Y también en la de su hija. Esa sonrisa valía toda una fortuna.
Bajaron por la calle, dando giros, sintiéndose gigantes.
Como reyes por un momento.
Encierrina, de Juan Iribas
Lo confieso: antes se pilla al mentiroso que al cojo. No pude dejarlo. Ni acudiendo a Proyecto Mozo. Empecé a consumir siendo menor de edad. Un pico de txiki, otro de vacas y, de repente, pese a creer que controlas, te ves metiéndote droga dura. En punto. Comparto diez segundos con tres toneladas de bravura. Me gusta que me mire un toro. Repito. Así, hasta que mi madre, recién enlutada, me ruega que abandone. “Tienes que dejarlo”. “Prometido, palabra”. “¿Y qué metadona habrá para esto?”, piensas. Pero ni caso… Ya se sabe que puesta la ley, puesta la trampa. Vuelta a empezar. Reincido. Uno más. Otro. Y otro… Sales en la tele. Ese día no me pilla el toro, sino mi madre. Chorreo. “¿Eres hombre para ponerte delante de un toro, pero no lo eres para cumplir tu palabra?”. La droga puede más que yo. La droga me vence. Tripito. Me santiguo. Beso la medalla de San Fermín. Chsssssss. ¡Pum! Empiezo a saltar. Comienzo a correr. Corro. Ya vienen. Corren. Nos tropezamos tres mozos. Caigo al suelo. Me alcanzan. Me convierto en un ovillo con una diana en el muslo derecho. Sin palabras. Sin palabra. Encierrina.
Llueve en Sanfermines, de Asier Rey Salas
Cuando aquel catorce de julio paseé por tu húmeda mejilla en dirección al vacío, jamás sospeché que volvería a verte en este lugar, tan lleno de encanto que de todo el mundo vienen a corear el nombre de nuestro santo. Pensé que, tras colarme por las rendijas de una desgastada arqueta, mi destino sería vagar infinitamente por las cavidades subterráneas de Pamplona, en dirección a ninguna parte.
Pero aquel verano hacía mucho calor. El necesario como para evaporarme y remontar el vuelo en dirección a una nube cercana, mientras tú y otros miles ya os habíais marchado de la Plaza del Castillo, resignados a esperar otros trescientos días de hastío y sopor hasta que el jolgorio y la fiesta os inundara los pulmones y los corazones.
Casi un año desde que nos separamos ha transcurrido, y quiere el destino que esta vez los festejos sean pasados por agua. Por miles de gotas de lluvia que resbalan por vuestros rostros extasiados, navegantes de un mar de espuma que crece hasta expandirse por todos los recovecos de la ciudad. Vuelvo, pues, al punto de partida, al lugar donde nací. Quizá ya no recuerdes aquella lágrima que resbalaba por tu cara. Yo sí te recuerdo. Eran Sanfermínes…
Frenesí, de Iñaki Azcárate Díez
Avanzaba por medio de las atestadas calles bailando al compás de la melodía que retumbaba en las viejas paredes que tantas veces habían contemplado escenas como aquella. Unos lo miraban con sorpresa, otros con admiración y, los menos, con el reparo que producía en aquellas personas que nunca entendieron el espíritu de la fiesta. Horas antes, la música y el baile eran otros, y nadie reparaba en los que, como ahora él, cabrioleaban atropelladamente confundidos entre la multitud. De improviso comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, en un frenesí que estremeció a los que lo rodeaban. Se detuvo con la misma velocidad que había comenzado a girar, con la vista aún perdida, sin saber muy bien hacia dónde había quedado orientado. El sudor le perlaba el rostro como el rocío de una mañana de primavera engalana y asea las hojas de las plantas, y el dolor en la espalda era lo suficientemente intenso como para tentarlo a abandonar, aunque oír el estruendo de los aplausos le hizo sentir una vez más la satisfacción del trabajo bien hecho, al tiempo que, apartando las faldas de su reina, se vio reflejado en la sonrisa de su pareja de gaiteros.
Bull run, de Javier Enériz Olaechea
Bull run, bull run. Negro enfila la cuesta. Muge. Delante corren bultos de blanco y sangre. Gritan. Se empujan entre sí: unos quieren alejarse, otros anhelan tocarlo. Pero él pasa, soberano, no le molesta una mano puesta en su costado.
Dobla la curva. La pequeña plaza apenas deja paso. Un bulto tropieza delante. No hay por qué atacarlo. ¿Para qué? ¡Tan pequeño! Mejor correr ignorante. La carrera le impide ver otra curva. Es muy cerrada. Demasiado. Choca violentamente contra la madera, con estrépito. Cae. Un varazo en el pernal le obliga a levantarse.
Toma aire, irritado. Agacha la cabeza y empuja con fuerza a lo que se mueve. El bulto, elegido por el azar, cae. Otro bulto llama su atención. Este tiene algo especial. Va a por él, que quiere huir torpe, lento… Él, en cambio, es rápido. Le empitona mortífero, certero.
El camino desciende. Se estrecha y oscurece, solo un segundo, luego se abre inmenso, el cielo se redondea. El suelo es blando y de oro. El griterío le aturde. Un capote le reclama. Otro varazo le empuja. Una puerta estrecha le llama. Huele a sus hermanos. Entra. Es hora de descansar. La tarde será dura y la noche sin mañana. Bull run.
Telegrama, de Gabriel Camero Martín
A las afueras de Granada el primer café. Repostaje llegando a Madrid. Pamplona 192 kilómetros. El sol se esconde. Llegada al hotel. Ducha. Pañuelo rojo anillado al cuello. Delante del espejo me guiño el ojo a mí mismo. Estoy guapo. Ceno con vino. Copas. Chica guapa. Número de teléfono. Mañana te llamo; me dice ella a mí. Rumbo al hotel. Me pierdo. Mucha gente. Me acuesto. Duermo tres horas. Me levantan unos pajarillos. Desayuno dos huevos fritos con ajo y un vaso de agua. Con anís. ¿Pasa algo? !Estoy de vacaciones!. Hoy correré desde Estafeta. No quiero jugármela. En prensa leo: “Dolores Aguirre para el encierro de hoy”. Café. No escucho: “A San Fermín pedimos…”. Voy tranquilo rumbo a la plaza. Llegan los toros al albero. Son muy grandes. Mañana veré si los corro. Almuerzo. Pacharán. Amigo nuevo de Cádiz. Pierdo el pañuelo rojo. Una señora mayor me da otro. Gracias señora. Bailo en la calle. Llamo a la chica de anoche, dice llamarse Joaquín. Creo que copié mal el número. Bocadillo de chorizo. Acabo hablando con un empresario de Bilbao. Me da trabajo. Copio su número y me esmero en hacerlo bién. Bailo con él. Ceno. No encuentro el hotel.
Derroteros, de Eduardo Laporte
Siempre corrían en la calle Santo Domingo, donde aún se producía aquel asfixiante ‘embudo’ de prietos recuerdos. A don José le gustaba ese tramo, por la contundente fuerza de los morlacos al subir la cuesta, que hacían temblar los adoquines. A don Pepito, porque vivía a pocos metros, y si moría quería hacerlo cerca de casa. Con la vida renovada, don Pepito volvía a su pisito tras la carrera, donde su mujer le preparaba unos huevos con chistorra y clarete. Hacía calor aquel verano de 1936. Ya con las fuerzas recuperadas, se quitaba el blusón negro y la boina de Elósegui, y pasaba la mañana leyendo a un tal Miguel Hernández. Don José no vivía lejos, calle Descalzos, pero no iba a casa tras el encierro, sino al Casino Iruña, donde se reunía con gentes que su mujer no conocía. El último encierro de aquellos enrarecidos festejos no lo correrían juntos. Don José quería entrar, victorioso, en la plaza, por lo que optó por el tramo de la Telefónica. Antes, se despidió de su amigo. “Hola, don Pepito”, le dijo. “Adiós, don José”, contestó el otro, poco antes de que un cohete rompiera en el cielo la insoportable tensión de aquel verano.
Lo más querido, Ignacio Navarro Otano
Alargó la mano y desconectó la alarma; llevaba mucho rato despierto dando vueltas y no quería molestar a nadie. Salió despacio, encendió el televisor y devolvió mentalmente los buenos días al presentador de barbas. Qué raro era estar a ese lado, a esa hora…Con el volumen muy bajito buscaba caras conocidas, pero los suyos no se hacían notar, siempre de blanco, “como debe ser…” pensó. Respiró profundo al escuchar el primer cántico; él hubiera estado ya en su sitio, esperando. Instintivamente miró sus pies descalzos pero no había cordones que volver a atar. Oyó el segundo. El tercero. Sintió la explosión del cohete en su estómago y el recuerdo de la gente corriendo, empujando y él aguantando, estalló también en su mente…Miraba sin ver animales y corredores, esforzándose por intentar abarcar cada detalle importante de la pantalla. Llegó su tramo y apretó los dientes cuando la manada pasó por donde él solía empezar su carrera, sintiendo sus ojos humedecidos. El último toro entró. Apagó el televisor y volvió al cuarto. Se acercó a la cuna y escuchando una pequeña y rápida respiración sonrió feliz. Ahora sí que notó una lágrima en su mejilla. Él había escuchado su súplica y él había cumplido su promesa.
Urko, de José Ignacio Señán Cano
«Dime que no estás nervioso, Urko. A mí, según se va acercando el momento, se me ponen aquí en el estómago como unas culebrillas removiéndose, que no me dejan casi respirar. Pero no te creas, que es solo al principio. Bueno, tú no te preocupes que ya hemos corrido otros años y sabemos cómo hacerlo. Espera, que me pongo las zapatillas y me ato el pañuelico para salir rápido. Tenemos que coger sitio en la cuesta, al lado del santo. Ya sabes que me gusta echarle una miradita antes de empezar a correr, para que nos dé suerte. Tú pégate bien a mí, que luego con los empujones y los rezagados puede haber problemas. Como tú eres el que va a estar más cerca de los cuernos, si ves que aprietan me avisas, pero sobre todo no te separes de mí». Se puso la camisola blanca, ajustó el pañuelo rojo al cuello y se persignó tres veces delante de una estampa de San Fermín que colgaba de la pared de su habitación. Cogió la foto de Urko, le dio un beso mezclado con dos lágrimas, y la metió en el bolsillo trasero del pantalón. «Ya estamos listos Urko. A correr.»
Hasta la última gota, de Sergio Estébanez Sáez
¿Cómo dice? Sí, por aquí se va al Ayuntamiento. Vayamos juntos, y si no le importa cogerme del brazo…es que a estas horas una lleva mucho vino encima. Es la primera vez que viene, ¿verdad? Pues usted disfrute, que los Sanfermines no defraudan a nadie. Yo personalmente vivo casi para ellos y el resto del año me siento vacía, y es que para mí consisten justo en eso, en darlo todo y vaciarse, en desbordar alegría hasta el final, en compartir tragos con desconocidos que te acogen como a un viejo amigo, en ir de un grupo a otro hasta no encontrar el camino a casa, en saber junto a quién puedes correr por Estafeta salvando el pellejo y cuándo y junto a quién es mejor quedarse tras la barrera mojando el gaznate, en refrescarse en las fuentes… Y hablando de fuentes, en días tan calurosos una se alegra de ir siempre en cueros. ¿Cómo? ¿Quiere probar? Sírvase usted mismo, que para eso estamos. ¿No sabe? Pues coja del cuello sin retorcerlo, del trasero sin aplastarlo e inclíneme presionando lo necesario para que salga fluidamente. Que no me entere yo de que alguien pasa por los Sanfermines sin beber o mancharse de una bota.
Fermín San, de Victor Barandalla Aristu
Cada año y en aquellas tardes de primavera acudía fiel a mi cita, sin saber mi futuro, sin intuirlo siquiera. Ahí estabas tú también, como un compañero más, sin faltar ni un solo día. En cada salida, cuando me mandaban suplirte sabía que algo iba mal con esa maldita enfermedad, y siempre estabas presente en mí. Ahora también lo estás, porque cada vez que yo entro a él huele a ti, sabe a ti, y te siento animarme. Yo se que estás, que estáis, porque tú junto a Blas no dejáis de alentarme y os noto, os siento en cada baile. Cuando aquella maldita mañana me comunicaron tu muerte, con tristeza supe que jamás volvería a verte y con orgullo que tendría que suplirte definitivamente. Aunque cada mañana de San Fermín es especial, sin duda la más especial es la del 14. Suena el tambor, la gaita, la banda, y juntos entonan Zenon, después viene La Dominguera, yo entro al gigante, coloco las hombreras, cabeza en chichonera, acomodo mi postura y bailo animado por ti y por Blas desde el cielo. Será por eso que las plumas de Toko-Toko señalan a los tres, porque siempre cuando bailo somos tres, Blas, Yo y tú, Fermín.
Historia de una faja, de Carlos Campión Jimeno
Tarde o temprano tenía que ocurrir. Esa extrema palidez del pasado 14 de julio, cuando te vi por última vez, era la imagen de una guerra perdida con la lavadora. Has desgarrado tu alma de algodón antes del Chupinazo, dándote por vencida antes de la batalla. Las apreturas del “Riau-Riau” y el sol de los toros socavaron tu textura y tu color. Pero como a los buenos vinos, el tiempo mejoraba tu prosapia para lucir solemne al paso del Santo en la Procesión y volar ligera al son de txistu y tamboril. Hoy tendré que anudar a mi costado una nueva faja. Y a su mocedad bermellón, le hablaré sin palabras de tus años conmigo. De tu ondulado reposo a mi lado en la espera de las dianas tempraneras y de tu energía compañera a la carrera en Mercaderes. De las veces que prestaste tus servicios como amable toalla o socorrida bayeta multiusos, de tu abnegación en accidentadas inmersiones en el zurracapote y despiadados atrapamientos con la puerta del coche… Con el calor de mi cuerpo, transmitiré tu soplo a mi nueva camarada. Y desde el nudo hasta los flecos quedará impregnada de tu espíritu, el espíritu de San Fermín
Reencuentro, de Isabel Lizarraga Vizcarra
Tenía que darme prisa antes de que dieran las doce. Corrí hacia San Nicolás temiendo que ella acaso ya hubiera llegado… La confundí con la muchacha morena, de complexión deportiva, cabello largo y lacio ocultando la cara delgada… ¡Decepción! Me dirigí hacia la Plaza del Castillo. La muchedumbre estorbaba mi carrera, pero yo aparté a los juerguistas sin escrúpulos: ¡sabía que sólo podría encontrarla esos días y en Pamplona! ¡Diluirme de nuevo en su cuerpo para que esta vez también fuera lo mismo! ¡Conseguir el reencuentro! Los balcones del Ayuntamiento se abrieron de par en par. La gente vibraba esperando el estallido del chupinazo. Yo quería volver a respirar su mismo aire, volver a sentir en mi interior la poderosa cadencia de sus recios latidos. ¡Hallarla y fundirme con ella! Un muchacho vestido de blanco me ofreció su botella, un hombre maduro me quiso abrazar, el grupo de una peña pretendió obligarme a bailar… ¡No, todavía era pronto! ¡Aún no la había encontrado! Cuando todo acabó, cuando ya me resigné a no hallarla, cuando las fiestas huyeron sin poder encarnarla, un amigo me dijo: “Era absurdo. Jamás serás la misma que se divertía en San Fermín
Desde el Olimpo pamplonés, de José Francisco Alenza García
Él sabía por propia experiencia que los dioses eran injustos. Le hicieron superar las temibles 12 pruebas para convertirse en inmortal. Él es Hércules, es de piedra y preside desde lo alto el consistorio pamplonés. El escultor lo hizo con un gesto displicente, como si nada le importara. Porque es Hércules, es de piedra y nada le conmueve… Pero cada seis de julio algo se remueve en su seno. Sucedió un 13 de julio. Él, que había vencido al león de Nemea y al toro de Creta, despreciaba a los animales. Pero todo cambió cuando vio como aquel Torrestrella lanzaba al joven norteamericano, con la aorta destrozada, sobre la plaza. Cada año tiene más arrugas y más grietas. Dicen que es el “mal de la piedra”. Pero es algo más profundo. Algo le sacude el interior cuando siente, más que oye, el rumor de los cánticos, los dos cohetes y el batir de pies y pezuñas sobre los adoquines. Él es Hércules, es de piedra, y cada mañana maldice a los dioses olímpicos y se une a los cantos que ascienden desde la calle para pedir al santo moreno que no vuelva a presenciar otra injusta e inútil muerte.
Solidaridad entre patrones, de Maite García de Vicuña
No logro entenderlo, llegué primero y sin embargo es él quién se ha llevado la gloria. A fin de cuentas, solo se trata de un preso, que sí, que hizo iglesias y llegó a Obispo a una edad muy temprana, pero yo también fui nombrado prelado mucho antes que él. Fueron éstas, mis manos, las que le bautizaron, quitándole el estigma pagano en la pila de San Cernín. Le eché agua bendita, por esa testa que algún desalmado decapitó al poco tiempo. Pero debo contar que a mí me ataron a un toro; que a base de picas me arrastró por el suelo, provocando el martirio y destrozándome el cuerpo. Claro que como soy Santo, no me olvido de algo, que a él lo acuné entre mis brazos, y por ello le cedo el honor y el prestigio, y en voz en grito cada siete de julio, yo, Saturnino, Patrón de Pamplona, canto a coro con miles de mozos: “Viva San Fermín”
Juego de niños, de Andrés Mendiri Ruiz de Alda
Dentro de la ambulancia, manchada la ropa de sangre, Mintxo meditaba aturdido que si hubiese nacido en un lugar como Ciudad Juárez o Medellín, de niño habría jugado a jefe del narco y habría matado a otros niños con pistolas simuladas, balas invisibles y fingidos desmayos. De haberlo hecho en Lausanne o Ginebra, quizás se habría decantado por jugar a los préstamos bancarios o al altruismo desbordado de la cruz y la media luna roja. Pero, cosas del destino, Mintxo había nacido en Pamplona. Y, por eso, antes de saber leer y escribir, jugaba ya a cantar el Gora San Fermín en la hornacina del santo; a dar los saltos precisos para localizar a la manada entre la multitud inquieta; a mirar atrás para medir la distancia del morlaco en mitad de la carrera y a salir del roce de las astas en el momento justo, ni un segundo antes ni uno después. Camino del hospital, con el pantalón abierto de arriba abajo, la boca tapada con la máscara de respiración, su mano sujeta a la del médico que lo atendía, Mintxo comprendió entonces que hay juegos infantiles que nos marcan la vida. Y, en ocasiones, nos conducen a la muerte.