Archivo por días: 4 de noviembre de 2011


No hay peor resaca que la del patxarán 11

Yo hace veinte años que no tomo una copa. De patxarán, quiero decir. Cuando tenía trece o catorce, unos sanfermines, me bajó a casa una ambulancia de la DYA (y casi tuvo que hacer el viaje de vuelta con mi madre, del soponcio que se llevó, la pobre). Esos ángeles de la guarda con chalecos reflectantes me habían recogido de un hierbín de Antoniutti babeando espuma por la boca, después de pimplarme a medias una botella de patxarán casero con un amigo (vale, también nos fumamos un china, que le compramos al Cojo Manteca en el bar Malembe; y, sí, además nos ventilamos una botella de “¡champandedoscientas!” que compramos en una tienda de la plaza San Francisco, cuando para que te despacharán alcohol no había que poner tu DNI sobre el mostrador, bastaba con enseñarles un retrato de Manuel de Falla). Pero lo que me dejó una resaca que todavía perdura y se manifiesta en cuanto huelo en un radio de cien metros a la redonda sus efluvios, fue el patxarán. No hay peor resaca que la del patxarán. Ninguna que aguante mejor el paso del tiempo. Ninguna tan cabezona, con mejor memoria. Puto patxarán.

Los de la DYA, ninó ninó, me llevaron a Urgencias, donde me lavaron el estómago (o al menos eso ponía en la factura que me llegó unos meses después; yo la verdad no me acuerdo de nada) y después me dejaron en casa. Por el camino yo ya me iba sintiendo algo mejor y me quedé con la cara del conductor, que luego resultó ser también el chófer de la villavesa que cogía todos los días para ir a clase, menuda lacha. Todavía me lo encuentro de vez en cuando por ahí y me pongo colorado como una endrina al verlo.

En casa, dice mi madre, aunque yo de eso tampoco me acuerdo, me dio por escupirle al gato. El pobre daba acrobáticos saltos por todo el cuarto de estar cada vez que yo le apuntaba con el lanzallamas de mi boca. Después, el fuego ya se volvió hacia dentro y me consumí en una camada de veinte horas al cabo de las cuales me levanté de mis cenizas, hecho una braga.

No volví a salir hasta el día 14. Me tomé una tónica, anduve como una alma en pena por la verbena infantil, sin la chispa suficiente para presentarme y dar besos coleccionables en las mejillas a las chicas (toda la precocidad que teníamos los chavales de entonces con el alcohol y las drogas era inversamente proporcional en lo tocante –aunque no sé si esta es la mejor palabra- a las chicas) y, pobre de mí, volví a casa de lo más formalico, para alivio de mi madre, que pensó que la madre de todas las borracheras me había escarmentado para siempre. Y de algún modo así fue, o al menos la DYA no volvió a bajarme en coma etílico a casa, como mucho el conductor de la villavesa, la última villavesa, lo cual servía para cortarme el pedo automáticamente y que eso de “Me habrá sentado mal algo que he cenado” sonara convincente después de tirar la cadena en el baño y que por la taza desaguaran destornilladores, bulumbas, tequilas con kiwi y otras cuantas marranadas con, no obstante, resacas mucho más limpias que las del patxarán.

El patxarán, el puto patxarán, en definitiva, me repugna, no lo puedo ni ver, soy un mal navarro y un peor sanferminero, pero a la vez, en mi defensa, diré que a veces también lo echo de menos. Echo de menos untar un Faria en la copa, verme cara de interesante al fondo del vaso durante sobremesas de mover hielos, no parecer una nenaza después de los cafeses (“Yo un licor de melocotón)…

Por lo demás, la factura de la DYA nunca llegamos a pagarla (nunca supe si era una prehistórica factura en la sombra), al Cojo Manteca solo volví a verlo en un telediario rompiendo cabinas de teléfonos con la muleta y el gato nunca me guardó rencor. Eran otros tiempos.