Archivo por días: 4 de septiembre de 2012


IV Edicion Certamen Internacional Microrrelatos San Fermín

Erika Cámara Arranz (Burgos, Burgos)

Y yo vendiendo limones

Aprender a hacer una vida normal con un trastorno de la personalidad es todo un reto para cualquiera. El mío, en concreto, deriva de traumas infantiles, que haberlos lo ha habido, de todos los colores. Una vez diagnosticado, allá para los veinticinco, los facultativos te atiborran de pastillas y te dan todo tipo de prescripciones, las cuales cumples siempre que sea posible y tu locura transitoria te lo permita. Después de horas y días de terapia, a los cuales acudía mi familia y amigos más cercanos ,por si no se te notaba la gotera para hacer saber a todo el barrio los problemas y trapos sucios de la vida de uno. Después de darme al alcohol, a lo que no era el alcohol, a los atracones y vomitonas posteriores, a las juergas, al desapego personal, y a nose cuantas cosas mas, ninguna beneficiosa por supuesto, decidí que tenía que iba a confiar en un médico para que me amueblara la cabeza. Tengo que decir que sin ellos hubiera sido imposible, pero hoy por hoy aparento ser una persona normal, al uso, y digo aparento porque serlo no lo tengo muy claro, pero el teatrillo lo hago de maravilla, actriz tenía que haber sido…

 

Beatriz Borges (Madrid, Madrid)

Verde y rojo

Nos quitaron del verde durante la madrugada, aún medio dormidos, y nos metieron en un camión. Di coces por mi rechazo y herí un mozo, que me castigó con latigazos. Los consejos de mi madre volvían a mi mente mientras me desangraba: Obedecer, siempre obedecer. Desperté en un círculo con mucha arena, cercado por tablas de madera. – Hay que perseguir el rojo y correr lo máximo que podáis hasta llegar a la Plaza- decía un toro más experimentado. Los demás asentíamos con la cabeza, atolondrados. Ninguno sabía qué era el rojo. Abrieron las puertas cuando el sol recién salía. Corrí lo máximo que pude. Me latía fuerte el corazón, respiraba a socavones mientras subía la cuesta. Pañuelos oscuros se movían frenéticamente delante mis ojos, mareándome, aturdiéndome. En una vía de piedras mi pezuña delantera deslizó y llevé tres hombres al suelo. Uno de ellos se quedó atrapado debajo de mi cuerpo. Logré levantarme después que me cogieran por los cuernos, pero enseguida me pegaron una patada entre las piernas y volví a galopar en medio al alboroto. Olía a sudor, a orina, a vino. Los gritos y campanadas me aturullaban. Había demasiada gente. Solo quería que aquello terminara, que pudiese volver al verde.

 

Hugo Mazón Núñez (Almoradí, Alicante)

Calle Estafeta

Un niño suspiró. Un escalofrío acababa de atravesar su espalda. Entre los barrotes del balcón acababa de ver un mozo corriendo frente a a las astas de un toro a lo largo de la Calle Estafeta. Justo antes de la curva, cuando ya creía tener el pitón entre las perneras, se apartó rápidamente. Agarrado por la gente que se acumulaba en los laterales de la calle vio pasar, a escasos centímetros, el cuerno de un morlaco castaño. Quince años después ese niño corría a la derecha de la cornamenta astifina de un astado zaino. Otro toro se puso a su lado, quedando encerrado entre los dos enormes costillares. Puso una mano en el lomo para guiarse y comprobó lo que quedaba hasta llegar al final de Calle Estafeta. Debía salir de aquella trampa antes de que tomaran la curva o se vería atrapado. Apretó el paso, esquivó un cuerno y se cruzó frente a la cara del toro lanzándose hacia el lateral derecho de la calle. Uno de los morlacos resbaló y arrastró al otro en su caída. Ya a salvo cerró los ojos disfrutando de un escalofrío que no sentía desde hacía quince años. Sobre él oyó el suspiro de un niño.

 

David Martínez Abárzuza (Zizur Mayor, Navarra)

Abracadabra

Ni el mítico Houdini, ni el clásico «magia borrás», ni siquiera el gran Juan Tamariz me hicieron creer tanto en la magia como esas tres palabras de aquel siete de Julio del noventa y seis. Mis caderas se movían torpemente al son de la música de no recuerdo qué abarrotada peña, cuando de repente, mis ojos inevitablemente desviaron la mirada hacia un mechón de pelo rubio que descendía en bucle sobre el canalillo, hasta perderse en el generoso escote de aquella diosa. A los dos segundos, advertí la presencia de un individuo de unos ciento noventa centímetros de músculo, con camisa blanca impoluta y pañuelico recién planchado, mirándome con cara de oso Camille en ayunas. El sobresalto hizo que mi mano temblara, con tan mala suerte que mi refrescante vaso de kalimotxo se vació sobre el fornido pecho del maromo. La música se detuvo y el olor a ira descontrolada inundaba todo el local, ¿dónde me golpearía primero?. Mi cuerpo tiritaba de terror, estaba perdido. Todavía no me explico cómo y porqué salieron de mi boca esas tres palabras mágicas que salvaron mi vida: – Viva San Fermín – El muchacho sonrió, tendió su mano y repitió… – Viva San Fermín –