Cepor 1
A Cepor el mote le venía desde que era pequeño. En casa le llamaban Ceporrín, y sus amigos tuvieron la suficiente mala baba como para perpetuarlo, si bien con el tiempo a todo el mundo le resultaba más cómodo abreviar un poco, y así quedó en Cepor. Esto le puso en bandeja una buena coartada, y si alguien preguntaba por el origen del apodo, él se afanaba en explicar que se trataba del acrónimo de una de sus máximas vitales: «CEro dePORte».
Y a fe que la aplicaba. Así lo atestiguaban los 125 kilos de peso que repartía tan desigualmente a lo largo de sus escasos 165 centímetros de altura. Efectivamente, no se privaba de nada, aunque ello le acarreara algún que otro problema. No sólo era consciente de sus limitaciones físicas, sino que de hecho era el principal fomentador de las mismas. En la balanza que tenía en el baño salía perdiendo, mientras que en la balanza que tenía en la cabeza salía ganando. Le compensaba.
Además, hacía ya tiempo que había encontrado la forma de eludir uno de los mayores sacrificios que tenía que hacer. No podía correr el encierro, traicionando así la memoria de su abuelo Ismael, que le había inculcado de tal manera el amor por esa tradición, que no poder correrlo se había llegado a convertir en una obsesión para Cepor.
Era cuestión de matices, pero para él resultó liberador. Evidentemente, no podía correr el encierro, pero había encontrado su manera de sentirlo. Todas las mañanas que podía -que solían ser la mayoría- Cepor se apostaba en la curva de Mercaderes, en la parte interior, junto al madero que daba paso a la calle Estafeta, pegado a la pared. Procuraba llegar siempre el primero, y ya se solía hacer respetar, pues no era el único que buscaba esa ubicación. La antigüedad iba siendo un grado.
Desde ahí sentía Cepor el encierro. No lo veía. Era imposible. Varias filas de mozos delante de él terminaban cerrándole cualquier opción. Con la pared detrás, con un madero del vallado a su izquierda, y con un montón de mozos delante y a su derecha, y dada su estatura, sólo le quedaba libre la vertical. Pero lo sentía. Vaya si lo sentía. Los chutes de adrenalina que se metía a esas horas de esas mañanas le daban vida para el resto del año.
Cepor había desarrollado una ecuación mental que le permitía saber exactamente cómo estaba la situación un par de metros por delante de él, aunque no pudiera verlo. Computaba casi involuntariamente todos los datos que iba recibiendo. Desde el cohete anunciador hasta el nivel de presión que ejercían las hileras de mozos que se amontonaban delante suya, pasando por la velocidad de los pasos de los corredores, los vaivenes de la masa, los parones y arrancadas, y por supuesto, el griterío, tanto el que procedía de los balcones como el de los corredores que entraban en la curva en las astas y vociferaban para pedir sitio. Así, era perfectamente consciente de cuándo los bureles tomaban la curva, y llegaba a distinguir el ruido de las pisadas de las pezuñas y el estruendo de los golpes contra el vallado.
Pero aquella maldita mañana nada era igual. Algo estaba yendo mal. Dos minutos después del primer cohete los toros no habían pasado por ahí, y había una calma tensa en el ambiente. El desconcierto se apoderaba de los allí presentes, y llegaban informaciones confusas desde los balcones, de la gente que veía el encierro por la tele. Al poco, por fin, comenzaron a llegar los gritos desde Mercaderes, y sintió más que nunca el paso de los toros ya que la masa empujó como pocas veces. Sin embargo, no se cerraba el portón de la curva. Sin duda, faltaba algún toro.
De pronto, una estampida se llevó a los corredores que tenía delante, y se encontró cara a cara con un magnífico ejemplar del Conde de la Corte que se había caído y permanecía tumbado de forma perpendicular al sentido de la carrera. El «clareado» fue completo, y Cepor y el toro quedaron frente a frente. Cerraron el portón de Mercaderes, y el golpe espabiló al toro, que no respondía a ningún estímulo. El morlaco se levantó con parsimonia y se quedó mirando fijamente a Cepor, ignorando cuantos intentos hacían varios corredores por llevárselo Estafeta arriba.
Mientras tanto, Cepor había quedado paralizado. Sólo tenía una escapatoria, salir corriendo hacia su derecha, porque ahora había espacio de sobra. Pero su cuerpo dejó de responder. Lo que eran nanosegundos le parecieron horas. Poco a poco, y ante el estupor general, Cepor se fue encogiendo, lentamente, mientras una roncha de humedad se iba extendiendo por su entrepierna. Había llegado a tal punto de abandono, que se había rendido a la evidencia de que poco o nada podía hacer ya, salvo rogar que todo fuera lo menos doloroso posible.
Por fin, el burel se arrancó inmisericorde, agachando el testuz para impactar de lleno en ese guiñapo que se encontraba ya entre sentado y acuclillado, literalmente empotrado en la pared. Cepor cerró los ojos y ni siquiera acertó a extender los brazos en actitud defensiva como para intentar parar el golpe. Todo el mundo se preparó para presenciar una auténtica carnicería.
Sin embargo, cuando el toro ya había encauzado la embestida, a Cepor se le subió la bola de la pierna izquierda, y de forma refleja pegó un respingo que le impulsó hacia su derecha, de modo que esquivó milagrosamente la acometida, provocando que el toro se diera de bruces contra la pared. Fue tal el impacto que el astado quedó aturdido, y los más valientes pudieron acercarse a levantar a Cepor y llevárselo de ahí. Al poco el toro reinició la marcha perfectamente guiado por mozos y pastores.
Quién iba a decirlo. El deplorable estado físico de Cepor le acababa de salvar la vida.