La fregona – Zoru-garbigailua 3
En San Fermín ocurren cosas extrañas. La gente realiza actos inexplicables. Sea por el alcohol o por el cruce de gentes variopintas, vemos cosas dignas de llamar la atención. Por ejemplo hace muchos años recuerdo que un día seis de julio a eso de la tarde noche nos encontramos una fregona en la calle San Lorenzo. ¿A quién en su sano juicio se le ocurre sacar a la basura tal elemento en tan señalado día?
Alguien lo hizo y evidentemente no lo pudimos pasar por alto. Nos la llevamos de juerga con nosotros hasta el amanecer. Recorrimos bares y txoznas con ella, encontrándole usos en todos los lugares que visitábamos. Recuerdo como fregamos todos los bares que pisamos y como limpiábamos con ella las zapatillas de todo el mundo que nos lo pedía.
Camino a las txoznas, en el paseo Sarasate, unos peruanos tocaban bellas canciones de su tierra. Allí acudimos fregona en mano a echarles una mano y tras ver claro que necesitaban un bajista, allí me puse a tocar con ellos con mi fregona, mientras recaudábamos dinero probablemente más debido a mi presencia que a su sensual música.
Pero un buen bajista, debe estar a todo y en las txoznas la fregona convertida hacía tiempo en instrumento musical sirvió de elemento de ritmo a numerosas canciones hasta al amanecer.
Y por esos milagros que pasan en estas fiestas, increíblemente, tras fregar bares, limpiar zapatillas y ejercer de bajo hasta altas horas de la mañana, la fregona llegó a casa conmigo. En el portal una maldita casualidad me esperaba. Todo se había alienado en contra mía y una vecina de portal había sacado al mismo, un cubo y otra fregona por si venían a limpiar. Evidentemente no pude hacer otra cosa, el destino estaba escrito y sin pensarlo siquiera, en un acto reflejo, di el cambiazo y me subí a casa con la fregona de la vecina, dejando en el cubo a mi fiel compañera de gaupasa.
Al día siguiente mientras me duchaba y me preparaba con intención de ir a los toros, oí una conversación entre mi madre y mi abuela. Esta última comentaba la indignación de su vecina del cuarto piso, al descubrir que le habían cambiado la fregona.
– ¡Qué vergüenza de vecindario!
– ¡Y mira que la mía estaba vieja, pero anda que la que me han dejao!, exclamaba la legítima dueña.
El hecho de que mi madre viese en casa una fregona que no le sonaba, a la par del ataque de risa que me dio en el baño, me terminaron por delatar.