Euforia que galopa
Era gratificante comprobar sin límite de cordura que la experiencia iba a ser única, en todo el sentido de la palabra, extrapolada a todas las conexiones nerviosas de mi cerebro que me instaban inmediatamente a dar un paso tras otro; sin demora, sin despistes, sin errores. Cometer una falta de ese calibre supondría todo un fallo, ya que entonces quedaría sumida en un gran pavor inmediato, sacudida con hostilidad y furia entre las patas de aquellos animales dispuestos a llevarse por delante a algún que otro corredor despistado. Pero ése no iba a ser el caso, no si al menos intentaba correr como nadie, sacudida por el viento y la emoción gratificante de estar presente en las inmemoriales fiestas de San Fermín. Era un orgullo, un deber, pero por encima de todo, un privilegio al alcance de la mano que no estaba dispuesta a echar a perder, era lo único que tenía claro. Así que allí estaba, sintiendo la presión del compás rítmico de esas cornamentas que resonaban a mi espalda. Veía colores negros, pardos… La definición perfecta de la carrera en términos artísticos. Después, conseguir llegar a la plaza sería la victoria inmortal, equiparable a aquellos días de la antigua Roma.
Concepción García
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Intersección
Un maldito traspiés y el corredor se fue de bruces sobre los adoquines. En el suelo vio al toro que encabezaba la manada dirigiéndose hacia él. La cornada era segura. Instintivamente, cerró los ojos. Al volverlos a abrir, se preguntó dónde se hallaba. En la más absoluta oscuridad, se precipitaba por un pozo sin fondo. Sin embargo, pausadamente, poco a poco, la velocidad de su descendimiento fue aminorando hasta notar su cuerpo flotando en un extraño fluido. Pensó que podía moverse tal si estuviera en el agua. No anduvo errado en sus conjeturas, pues comenzó a nadar, primeramente sin rumbo, luego al encuentro de dos chorros de luz que atisbó a lo lejos; chorros que procedían de sendos orificios a los que se pudo asomar. Desde allí vio a otros corredores huyendo, entre gritos pánico, de su presencia.
Roberto Rodríguez Gutiérrez
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LAS GEMELAS
Ezkertxo y Eskubitxo todavía no hace venticuatro horas que abandonaron la tranquila oscuridad donde habían permanecido varios meses, cuando son estrenadas inmaculadas e impolutas vestidas de blanco con sus lazos rojos. El gentío que se ha concentrado en el Ayuntamiento para el chupinazo las ha dejado además de aturdidas, manchadas y con algún corte. Por la tarde han acudido al Riau-Riau, pero han sido zarandeadas y pisoteadas. Otra vez el triste espectáculo ha vuelto a repetirse y no han podido bailar el vals de Astrain que era su gran ilusión. Quizás otro año… Hoy día siete han entonado sus súplicas al santo y una fuerza imprevista las obliga a hacer varios saltos preparatorios para el encierro. El cohete estalla, la carrera empieza. De pronto un pisotón obliga a Ezkertxo a separarse de su hermana quedando tendida entre las piernas de los corredores y las patas de la manada. Ya ha pasado todo y oyen la voz temblorosa del mozo: “¿dónde estará mi alpargata?”. Eskubitxo se alegra. Observa a su hermana aplastada aunque de nuevo adaptándose al pie del joven. “Espero que duren todas las fiestas”. Estas palabras las llenan de alegría y a prepararse para continuar la fiesta, que el almuerzo no espera.
Antonio Fuente Arroyo
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