Chupicastillo 5
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Chapu Apaolaza es uno de esos cronistas de la fiesta que los Sanfermines tienen el lujo de contar entre sus filas. Y aunque Chapu en esos días esté de fiesta y no escriba nada para el periódico, siempre acaba dejando retazos de sus vivencias en la fiesta.
En los pasados Sanfermines Apaolaza se había quitado de correr el encierro y esquivaba el síndrome de abstinencia de la cuesta de Santo Domingo disparando a diestro y siniestro con una cámara de fotos de bolsillo. De manera que empezó a subir fotos a las redes sociales bajo el epígrafe «Siestas de San Fermín», porque bien fuera por el calor o por el cansancio acumulado en los primeros días de fiesta, sus amigos comenzaban a caer fulminados en la sobremesa del ocho de julio y para no dejar de hacerlo a la misma hora hasta el “pobre de mí”.
Siesta y fiesta, feria y fiesta, feria y siesta, tienen una relación directamente proporcional. Si uno pertenece al grupo de los que están levantados a la hora del encierro, disfruta de las tardes de toros y no renuncia a festejar por las mañanas o en las primeras horas de la noche, necesita tanto de una cabezada como de tener algo de dinero en la cartera. Son el pequeño acto de conciliación sanferminera con la fase REM. Para ejecutarlas no hace falta pijama y orinal: una silla, un sofá incluso un banco pueden ser el lugar adecuado.
Porque se le pueden robar horas de sueño a la noche, pero no engañar a la siesta. De hacerlo, las consecuencias pueden resultar catastróficas. Red Bull dará alas, pero no hace milagros. Quién esto firma, ha visto a gente plácidamente dormida entre las almohadillas del tendido de sol, a eso del tercer toro, cuando la zolda empezaba a invadirlo todo. A locutores de radio con los párpados cerrados mientras su hablar se transmutaba en farfullido. Cualquier día, a algún Presidente se le caerá la chistera del palco en plena lidia de los miuras, por no haber hecho los deberes a tiempo.
Así que el siete de julio, sobre las cuatro y media de la tarde, volveremos a entonar un discreto e inaudible ¡felices siestas!.
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Y solo queda un mes, justo hoy queda un mes para que se produzca nuestra última salida, la de San Saturnino, la del fin de año, la que comprobamos el cambio de horario ese que cuentan que afecta tanto y que nosotros desde aquí no vemos. La de que nuestros chicos llegan ansiosos a la estación para acicalarse e irse de celebración, de comida, por que oye, que cojones, se la han ganado, y aunque en antaño se la pagaba el Ayuntamiento, ya desde hace unos años se la autogestionan ellos (no diré nada al respecto, ya que posiblemente alguno me llamara imparcial).
Antiguamente esta comida la hacían a modo de cena el día 14 de Julio, conocedores de que si la hacían en otra fecha, posiblemente al día siguiente a alguno nos habría llevado “Rita la cantadora”, pero evidentemente dicen y cuentan que era muy triste estar cenando en un conocido hotel de la ciudad (no diré su nombre por que andamos escasos de ingresos publicitarios) y escuchar en mitad de la cena como estallaba el cohete que daba fin a 9 días de fiesta inigualables y que a alguno le recordaba que al día siguiente había que ir a currar, porque aunque alguno piense lo contrario, los porteadores no viven de esto, y cada cual tiene su trabajo durante el año, aunque tal y como está el mundo laboral, no son todos los que lo tienen.
Así pues, visto que el día 14 celebraban una cena en la que a muchos no les decía ni fu ni fa, y que el día 29 era para todos festivo, y además era la última salida del año, decidieron hablar con el Ayuntamiento y pasarla al 29 de Noviembre, pero a modo de comida. Al cabo del año de cambiarla, el Ayuntamiento decidió que esa comida debían de autogestionarsela ellos, y les quitó el dinero que para aquella cena del 14 de Julio tan gustosamente pagaban, y que además creían, y presumían de que lo hacían.
Evidentemente no todos los años toca como toca este año, que al caer en Viernes, son muchos los que al día siguiente tienen fiesta, así que la cosa dicen que promete, y alguno alargara la comida hasta la cena y la cena hasta………., bueno, eso ya son intimidades que uno no tiene por que contar.
Alguno creerá que “con lo que ganan solo faltaría que se la pagara el Ayuntamiento”, o “que pobres, que encima se la tienen que pagar de su bolsillo”, yo ahí no voy a entrar, ya dije antes que tengo mi opinión personal, solo digo que lo que yo espero y deseo es que la disfruten, y se lo pasen tan bien como nos lo hacen pasar a nosotros cuando nos sacan de esta fría estación. Nosotros, ya empezaremos a contar los días que quedan para que de nuevo, comiencen a desnudarnos, a sacarnos el frio con sus ensayos, y comenzará nuestro peculiar “Ya falta menos”, en el que únicamente las visitas de los colegios, nos harán más llevadera la espera, con la alegría de tantos niños que pasan a vernos por el local.
Un saludo,
Toko-Toko
Estos sanfermines he hecho un experimento que no había hecho hasta ahora. Al acabar una corrida, procedía a salir del coso cuando inesperadamente un grito gutural me hizo girarme y volver adentro. Un viejo amigo me saludaba plantado en uno de los vomitorios que da acceso al tendido. Lo de plantado es literal. Tuve que desandar yo lo andado para llegar hasta él. Tras los abrazos y exaltaciones propias del ambiente, me metió una chapa bastante destacable sobre algún tema del que ya no me acuerdo, y mientras me sermoneaba, yo iba fijándome en la proliferación de efectivos con mono de trabajo por los tendidos, gradas y andanadas.
Normalmente es llamativo ver cómo punkis y gitanos se abastecen de restos, pero esto era diferente. Las brigadas de limpieza empezaban a desplegarse por el graderío. Así que cuando el colega dio por culminada su diatriba, el menda se quedó absorto siguiendo las evoluciones de los recogedores de almohadillas.
Hasta el punto de que decidí acomodarme. Me senté y empecé a disfrutar con la destreza de los recogedores de almohadillas. De cómo un primer operario recoge las almohadillas de la barrera y las va dejando en la fila superior. De cómo un segundo operario le sigue a escasos metros por esa fila superior haciendo lo propio, y así sucesivamente una procesión escalonada de operarios, avanzando en perfecta diagonal, logra que en segundos todas las almohadillas se vayan acumulando en el pasillo que hay a medio tendido. De cómo otros compañeros las van acumulado entre las manos, tacándolas contra el cemento del tendido con unos golpecitos certeros para igualarlas, y apilándolas luego en torres de medidas similares, juntando bloques de cuatro o cinco de esas torres.
Y de cómo finalmente sacan unas cinchas con una hebilla y con ellas rodean el bloque de almohadillas, como flejándolas, con una precisión admirable. Hecho esto, utilizan la propia cincha como asa para echarse a la espalda el bloque y desaparecer con él por las bocas que dan a los ambigús, para reaparecer escasos segundos después para ocuparse del siguiente fardo.
Sólo dos cosas me despistaron en aquellos momentos. Unos gitanillos que valoraban si llevarse o no un melón entero que alguien había olvidado (hay que señalar que al final descartaron llevárselo), y la aparición de una niña que me invitaba a ir abandonando mi localidad. Me llamó la atención que esa labor de ir echando a los cuatro desgarramantas que quedábamos por ahí la llevara a cabo una niña, muy amable por cierto. Le dije risueñamente que enseguida me marcharía, y ella tuvo la cintura de los grandes árbitros, no insistió y me dejó quedarme un poco más a terminar de disfrutar del espectáculo.
Esa misma noche, me retiraba a mis aposentos alrededor de las cuatro a.m., y me encontré con un chaval al que conozco que acababa de salir de la plaza de las tareas de limpieza. Hacía siete horas que la niña me pedía que saliera. Faltaban dos horas para que la gente volviera a ocupar los tendidos para ver el encierro.