Archivo por meses: noviembre 2013


Una historia de ayer 4

Como bien sabéis soy un asiduo asistente a charlas – coloquio que suelen organizarse en sociedades de Pamplona. El otro día acudí a una en la que participaron una interesante ensalada de judías verdes con cigalas y vinagreta de tomate, una fantástica merluza en salsa verde con patatas panadera, y un brillante solomillo de jabalí con compota de manzana y puré de castañas. El moderador fue un clásico, un crianza navarro de gran predicamento entre los presentes.
Estas charlas suelen estar plagadas de historias y anécdotas. Reales o inventadas. O quizás idealizadas por el moderador y el paso del tiempo. Historias que te llevan a la Pamplona de otros tiempos. A los Sanfermines de otros tiempos. A la sociedad de otros tiempos. Pero uno se da cuenta que muchas de ellas pudieron haberse desarrollado tanto hoy como ayer.
De las del ayer, me quedo con una que contó uno de los asistentes ayudado del moderador. El protagonista es un reconocido mozopeña de la época al que llamaremos Fulano. Fulano era conocido en Pamplona. Repartía su devoción entre San Fermín y Baco. Participaba en muchas de las actividades que se organizaban en la ciudad o en la peña, e incluso impulsaba iniciativas populares.
En estas, que la peña de la que era socio organizó un viaje a Bayona para asistir a fiestas de la ciudad hermana. Según comentaban los presentes en la mesa, hace años eran muchas las peñas que organizaban viajes a las fiestas de los pueblos de Iparralde. Estando allá los mozos con la txaranga, empezaron a dar ambiente a las calles y a dar buena cuenta de pipermines, cognacs y brizards. Fulano, a la sazón uno de los organizadores del evento, decidió a media tarde que era momento de guardar la pancarta y los instrumentos en el autobús y seguir la farra. En ese momento se decidió que el autobús saldría a las diez de la noche y que deberían estar todos allí presentes no más tarde de las diez y cuarto. Siguió el día, y el alcohol fue haciendo mella en los mozos pamploneses. Cantando y bailando se iban acercando al autobús en cuadrillas a la hora acordada. Iban apareciendo todos menos Fulano. Las diez. Y cuarto. Y media. Algunos mozos empezaban a impacientarse y pedían la salida del autobús. Como muchos pamploneses iban a Bayona en coches particulares, imaginaron que habría vuelto con alguno de ellos. A las once, y con el enfado de la concurrencia, el autobús partía para Pamplona. Cuando llegaron, los músicos recogieron los instrumentos y un par de mozos la pancarta. Pero cuando la fueron a coger notaron que pesaba mucho, y observaron un bulto. La empezaron a desplegar y se encontraron a Fulano dormido y acurrucado entre aquella tela pintada con dibujos reivindicativos.
Por eso para mí es tan importante acudir a estas charlas-coloquio, porque sabiendo de dónde venimos, sabremos a donde vamos.


Capítulo III. Y no me importa nada. Pas probleme 1

La fiesta exigía. Mucho. Egoísta y blasfema. Pagana quizás. Exceso. Mucho más.

Donde buscar la razón y el pensamiento, se preguntaba Lou-Lou, mientras la luz de la mañana, quizás tarde, quién sabe, esculpía la espalda australiana que ocupaba la cama.

Tremebunda. Fascinante. Desafiante.

La realidad es que no se acordaba de lo hecho .Ni falta que hacía. Vislumbró su oportunidad.

El dolor interno se le manifestaba en su ser. Al guiri, en  la entrepirerna .De fondo, camarón duendeaba. Perfecto.

Directo al  roto corazón, el hígado maltratado y los sentidos afilados.

Realmente cabía en sus espaldas. Pero lo que le interesaba estaba justo detrás.

Acariciándole el culo, poco a poco, fue alcanzando su objetivo .Hummmmm fue la contestación del güiri dormido. Mejor, nada de idiomas. Sólo francés.

Erguida, imperial y casí mítica. Esa era el cacho de carne australiano. Sólo faltaba adorarla, pensó Lou Lou. Agarrándola con la mano izquierda, la del corazón, la besó. Era obscena , carnal y salvaje. Llena de vida. Avanzó en la excursión.

Dos pezones la contemplaban. También mostró sus húmedos respetos. Otro gemido. Y van dos. Directamente, se colocó encima del rostro australiano. Quizás nuevozelandés. Estaba apunto de averiguarlo.

Lame que te la me, igual a chocolate. Más y más. Realmente fascinante. Un quejío le comenzó a embargar. Con una mano, la bota de las tres zetas. Con la otra, azuzando a la montura. Vino, sexo y profundidad.

Comenzó con la punta. Un poquito. No le supo a casi nada. Un poco más, le trajo recuerdos. Hasta dentro, los ojos cerrados y los oídos atentos. Metro noventa y uno se empezó a mover,  Suavemente, arriba y abajo, fue contando. Mil uno, mil dos, mil…

La montaña de músculos empezó a bascular temblando, como un terremoto. Le vino a la mente sus antepasados indios. Cabalgando sin montura y con el pelo al aire. Olía a libertad. No cesaba el goce. Una oleada, otra y otra sin cesar , como olas muriendo a la playa. Midi et soir. Infinito

Ensemble. Juntos y tan lejanos. Llegando el climas, mil cuatro, mil cinco. Beaucoup. Congo. Río.Calma ajetreada. Dormir. Pura vida.

Sin importar. Desgastando la vida. Pas probleme.

Continuará


Llamada y pérdida. 2

Odia las aglomeraciones en San Fermín porque tiene miedo de que se le pierda. Pero hoy ha prometido llevarle a ver a los gigantes. Al bajarse del coche, con un rotulador negro le escribe el número de su móvil en el brazo. Le da la mano y se adentra en la calle Mayor intentando esquivar los aguijonazos del sol de julio. Divisa la muchedumbre de donde emergen los gigantes como periscopios, rodeados de un magma que engulle niños al ritmo de la música. Sin poder evitarlo, se le escapa y lo pierde de vista en un amasijo de silletas y empujones.

– ¡Pablo!

Su voz se ahoga en el bullicio.

Se le aflojan las piernas y el suelo parece desmenuzarse. Le invade una sensación de irrealidad. Le suena el móvil. En la pantalla aparece un número desconocido.

Temblorosa intenta descolgar, pero no lo consigue y el zumbido no cesa. Su corazón palpita desbocado al ritmo de un pitido que proviene de una pantalla que está encima de su cama. Una figura de bata blanca le intenta hacer comprender que su coche ha volcado cerca de Pamplona y que su hijo Pablo ha muerto en el accidente.

Cierra los ojos y cree oír las gaitas de nuevo, pero tiene la certeza de que odiará para siempre a los gigantes en San Fermín.

El divino impaciente


La alcaldesa es una posesa (o el día que me saludó la Barcina) 4

Así me lo contaron y así lo cuento yo.

Fue un amigo que estuvo trabajando un año en una de las casetas de la feria del libro de Madrid:

—Una vez nos compró un libro una de las infantas, esa que dicen que es tontica—eso dijo mi amigo, yo no sé si es verdad, lo que sí sé es que la otra hermana es una lista—. El caso es que le sacaron un montón de fotos —continuó—  y ella se fue tan contenta con su libro; pero cuando se despejó la zona, apareció uno de los guardaespaldas y lo devolvió, devolvió  el libro. Y exigió también el dinero que había costado.

Fin de la cita.

Esto otro no me lo contaron, me pasó a mí: una vez, unos sanfermines, me saludó la Barcina. Yo estaba trabajando de barrendero, en el turno de noche. Empezábamos a las cuatro de la madrugada y acabábamos a  las diez o las once de la mañana, dependiendo de la cantidad de jiña que ese día hubiera excretado la ciudad y/o de la resaca que tuviéramos nosotros.  A la hora del encierro hacíamos una parada para almorzar, a la altura de Casa Marceliano.  Los bares de los alrededores solían invitarnos, no sé si por pena o por solidaridad. Pinchos. Caldico. Algunos hasta algún trozo de tarta (pero no diremos cuáles para que no los lleven a la Audiencia Nacional). También teníamos reservado nuestro propio hueco, entre las dos vallas, junto a los de la cruz roja, la prensa, los enchufados… Y fue por ahí por donde pasó la Barcina, por entonces alcaldesa (uno de los gritos de moda en el txupinazo aquel año fue, de hecho,  “La alcadesa es una posesa”). Muy pizpireta, muy diplomática, muy bienqueda con los currelas (“Hola, buenos días, buen trabajo”, dijo), muy bienqueda sobre todo con los fotógrafos, que inmortalizaron el momento. No sé si al día siguiente salió algo en los papeles, no quise mirar, me daba lacha que alguien pudiera reconocerme (no vestido de barrendero, por supuesto, sino saludando a la Barcina).

Y así habría quedado la cosa, de no ser porque media hora más tarde, cuando acabó el encierro y todo el mundo se había ido a comer churros y los fotógrafos a ver si al revelar les salía un premio Pulitzer,  mientras nosotros barríamos la mierda de la parte de atrás de ayuntamiento, aparecieron unos gorilas apartándonos a empujones y la Barcina se abrió paso entre ellos, y ya no saludaba, ni sonreía, y le daba igual que sus guardaespaldas nos empujaran, o desbarataran los montoncitos de basura que habíamos ido agrupando por el suelo… Se ve que la alcaldesa tenía prisa, que llegaba tarde a mover el cucu en el baile de la alpargata con Vargas Llosa, a decir “Que vienen los vascos” delante de alguna alcachofa, a alguna de esas cosas suyas…

Recuerdo que yo, todavía con la conciencia remordiéndome por haber sido bien educado y haber devuelto el saludo antes a la primera edila, en lugar de, no sé, tenderle la mano con el guante empapado en jugos lixiviados, a ver qué hacía, recuerdo, digo, que me puse farruco con uno de los guardaespaldas, pero poco, porque él enseguida se llevó la mano a la mariconera.

Y por eso también, digo yo, al final mi amigo tuvo que apechugar y devolver el dinero a la infanta. Porque cuando un gorila se palpa la ropa y los complementos uno no sabe muy bien si está buscando la cartera o una pipa.

Así me lo contaron y así lo cuento yo.