Archivo por días: 1 de septiembre de 2014


VI Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

“SOMOS DISTINTOS, SOMOS IGUALES…

Luis álvarez Atarés

…pero en la calle nadie lo sabe…”. O eso dice el padre de Lucas de la gente durante los Sanfermines parafraseando a los Celtas Cortos. Dispuesto a comprobarlo, en mi primer año de blanco y rojo, me eché a la calle. Cruzándome por Sarasate con padres y madres llevando a sus niños emperifollados, veteranos sanfermineros de elegante uniforme… La adolescencia, menos cuidadosa pero igual de ordenada. No importa polo, camisa o camiseta; pantalón largo, corto, vaquero, de pinzas, de tela, vestido o lo que sea. ¡Que se lo digan a la juventud más juerguista!

“Pero no es solo el blanco de la ropa y el rojo del pañuelo y la faja”, sostiene el progenitor de mi amigo. ¿No? Surqué el Casco Viejo, de día y de noche, con gintonics y cervezas. Crucé Carlos III, con helados y churros. Recorrí la Estafeta (sin toros) y disfruté del espectáculo de la plaza (con ellos). Y descubrí que, tras esas parecidas vestes, había un espíritu festivo y de camaradería que estrechaba vínculos. Unas ganas de disfrutar en comunión de algo que acercaba más que separaba. Que las diferencias y disputas quedaban de lado. Que había algo mucho más importante: el amor por la fiesta de San Fermín.

LA INSTANTANEA

Antonio Muñoz Cabrera

El no sabía que aquella tarde moriría. Lo despertó el ruido de un cohete. Junto a sus compañeros, traspasó la puerta en busca de los pastos de la dehesa, pero sólo encontró un asfalto mojado. Corrió con todas sus fuerzas buscando el sol de su cielo entre una masa humana enloquecida. Cayó en una esquina y se tropezó con unos ojos humanos aterrorizados que le suplicaban compasión. Su cuerno izquierdo se hallaba a cinco centímetros del cuello del mozo que gritaba en silencio su perdición. Fueron diez segundos de una conversación silente. Él alejó su cabeza del cuerpo humano y se levantó para continuar el camino de su perdición. El mozo se levantó pensativo, alucinado, contemplando como su amigo cruzaba la puerta de la plaza de toros. Aquella noche el mozo gastó sus ahorros en la compra de una cabeza de toro, que embalsamó y que colocó en un pequeño altar que construyó en su habitación. Antes de dormir, se arrodilla y se santigua frente a San Fermín, besa la cara a su amigo y contempla atónito la instantánea que inmortalizó un fotógrafo local, esa foto donde el toro bravo y noble le dice que no va a matarlo.

DE CHUPINAZO

María Teresa Iturriaga Osa

Me puse de parto el día del chupinazo. Estaba en plena comida, menudo jolgorio, pañuelicos rojos, alegría por doquier… San Fermín, de fiesta con las amigas, todo un año esperando… cuando sentí la primera contracción. Miré el reloj y vi que eran las tres. Me despedí con rapidez y llamé a casa. No podía perder tiempo. Un abrazo, un saludo desordenado al grupo de la Plaza del Castillo y salí pitando hacia el hospital. Mi madre me dijo que estaría en la puerta esperando. Mientras corría por el Paseo de Sarasate buscando un taxi, iba apretando el puño y repetía en voz alta el nombre de mi hija: “Ainhoa”, “Ainhoa”, “Ainhoa”. Sin poder evitarlo, acudió a mí la imagen de Aitor, al que había conocido en otoño durante una acampada. Él se había marchado de mi vida sin saber que me había dejado embarazada. Se llamaría así. Ainhoa, tierra mágica, transfronteriza. No había taxis, paré un coche y una señora me llevó directamente al hospital. Eran las seis cuando di a luz, todo fue muy rápido y sin complicaciones, casi no llego al quirófano. Esa tarde una hermosa niña miraba el cielo de julio, fuerte y vivaracha como un chupinazo.