Archivo por meses: agosto 2015


VII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

LA VISITA

Santiago San Esteban Urbelz

Esto es un descontrol. Hace dos días que llegué con mis hermanos. Los Sanfermines tienen fama pero no imaginaba tanto jaleo. Nos instalaron en una pensión arregladita, bien de comer, pero circulaba demasiada gente. Entre sirenas, petardos y bombos, no se podía pegar ojo. Sólo una siestecilla después de la comida. De repente, nos sacan ayer por la noche diciéndonos que necesitaban sitio y nos trasladan a otra pensión del mismo dueño, cerca del centro. Como borregos, subimos por una calle empedrada junto a la muralla. De pensión, nada, cuatro cuartuchos. Lo bueno, que había menos ruido. Pero, amaneciendo, empieza a juntarse gente en la puerta dando vueltas, cotorreando y cantando. Se oye un petardo gigante, se abren las puertas, y salimos todos corriendo en medio de un río de gente asustada. ¡Vaya carrerita! Era imposible correr sin tropezar con alguien o caerse en alguna curva. Al final hemos llegado a este patio. Hemos bebido. Vamos saliendo de uno en uno. Se oyen cánticos y clarines. He entrado en el callejón oscuro, me han pinchado en la espalda y no he podido ver quién. Al fondo, una salida y un tío en medio haciéndome señas con un capote. Corro hacia él. ¡¿Qué pasa aquí?!  

EL PRIMER PAÑUELICO

Alfredo Vela Morán

Está la casa revolucionada. Mi Amatxo de un lado para otro, preguntándose dónde está el pañuelico del niño… ¿se refiere a mi?.
Sale mi Aita, completamente vestido de blanco: «Ni me toques, que tengo que llegar limpio a las doce».
No entiendo nada.
Amatxo me da un meneo, me planta un peto blanco y pone en mi silleta algo rojo. Debe ser el famoso pañuelico, porque venía diciendo: «¡por fin lo he encontrado!». La verdad, queda muy chulo.
Tocan al timbre. Lo que me faltaba por ver, viene mi abuela también de blanco y pegando voces: «¿Aún estáis así?, son las once, ¡No llegamos, no llegamos!»
Pero, ¿a dónde no llegamos? Definitivamente aquí se han vuelto todos locos.
Las enormes manos de mi Aita, me cogen y me colocan en mi silleta tuneada con mi pañuelico rojo. Soltando un: «bueno ya estamos, ¡vamos!», salimos por la puerta de casa.
Al llegar a la calle, veo alucinado que todo el mundo viste igual que nosotros. Todos de blanco, todos llevan un pañuelico en la mano, algunos llevan botellas, y todos vamos en la misma dirección. ¿A dónde?
La gente canta, ríe, se saluda, está feliz.
No sé a dónde vamos, pero me gusta.
¡Felices fiestas! 

EL COMIENZO DE ALGO NUEVO

Ainhoa Iriarte Zaratiegui

Nervios. Muchos nervios. Ese amigo especial que había conocido hacía tan solo 4 meses estaba a punto de bajar del autobús. Por fin nos veríamos cara a cara. Vestida de blanco y rojo esperaba impaciente mientras se abría la puerta. Lo vi bajar, impecable con sus pantalones blancos y su camiseta nueva. El pañuelico con el santo bordado corría de mi cuenta. Nada mas verme, me sonrío y un escalofrío recorrió mi cuerpo. En persona era casi mas guapo que por foto. Era la primera vez que venia a Pamplona así que me ofrecí a ser su guía. A enseñarle como se vivía la fiesta. No podría sentir las mariposas en el estómago cuando están a punto de tirar el txupinazo, ni se le pondrían los pelos de punta al oír la jotica al santo en la procesión. Esas cosas están reservadas para los pamplonicas. Pero si que hare que vibre con las peñas por las calles, que mire embelesado como bailan los gigantes y se ria al ver llorar a un niño al que le ha pegado su kiliki favorito. Cenaremos viendo los fuegos artificiales y nos perderemos en la fiesta. Intentaré que sienta un poquito de esta pasión tan nuestra. 


VII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

EL BRAZO SALVADOR

Antonio Rodríguez Solís

Son las ocho, un cohete hiere el frescor agonizante de la mañana. Excitadas figuras en blanco y rojo aguardan poseídas por la adrenalina que bombea su agitado corazón. Es mi segundo encierro, el año pasado fui poco más que un fugaz aprendiz que solo pudo poner a prueba su suerte unos cuantos metros. Pero esta vez vengo dispuesto a apurar la carrera, a sentir la amenazante cercanía del asta. Todo va bien hasta que, de pronto, un resbalón y ahí estoy, tirado en el suelo a merced de los morlacos. Siento cómo algo presiona apenas un segundo mis costillas hasta casi cortarme la respiración. Una mano sin rostro surge de la talanquera, me agarra de la ajada camisa y tira de mí con fuerza. Antes de estar a salvo por completo, siento otro pisotón en el muslo. Un par de radiografías, magulladuras, calmantes y reposo.
Un mes después, las dos de la tarde dejan sentir su tórrida presencia en una playa del sur. En la terraza, el camarero escancia el vino exhibiendo su inconfundible tatuaje. Es él, el brazo salvador que surgió del abigarrado tumulto para volver a perderse en él. No puedo evitar abrazarle.
 

DE NOMBRE, TXUPINAZO

Fernando Astrain Abadia

Tras el ajetreo del largo viaje, llegó una calma tensa al notar que el trasportín donde íbamos hacinados, quedaba definitivamente en reposo. Tras la espera en la oscuridad más profunda, la tapa de la caja de madera se abrió y, al momento, una acariciante mano me eligió a mí entre el resto de hermanos.

El ambiente de aquel salón tan señorial era espectacular. Las miradas del nutrido grupo de hombres y mujeres que allí aguardaban impávidos, todos ellos de blanco, se dirigieron a mí durante el corto trayecto que me condujo hasta una balconada en la que se encontraba la lanzadera donde, con esmerado cuidado, fui acomodado.

La luminosidad del sol no me cegó ni un solo instante, lo que me dio lugar a poder observar con detenimiento desde aquel lugar privilegiado, una balsa color rojo, de agitado oleaje que producía bramidos expectantes.

Por un instante, el sonido inarticulado fue degradándose, dando paso a una voz potente, de mensaje breve, que culminaba con afectiva exclamación:

– ¡¡¡ VIVA SAN FERMÍN !!!. ¡¡¡ GORA SAN FERMÍN !!!

Sabía que llegaba el momento. Una bengala se arrimó a mí y cerrando los ojos comencé el fulgurante y esperado despegue para alegría y entusiasmo del mundo entero.
 

LA NOCHE MÁS LARGA

Ana Pineda Abel De La Cruz

Peña Oberena, 7 de julio. 0.00 h.

— Hola, soy Javier ¿y tú?
— Silvia.

Dos besos

— ¿Te tomas una cerveza, Silvia?
— Vale, ¡gracias!

Espera nerviosa. Se muerde una uña, mira a su alrededor y encuentra a sus amigas que le hacen señas por si tienen que ir a buscarla. Saca el móvil del bolsillo y escribe en el grupo “Chicas SF”:

“Q me invita a una cerve, súper mono!! :)”

Guarda el móvil a toda prisa mientras ve a Javier acercarse con dos katxis.

La noche avanza con la excusa de ver juntos el encierro. Él conoce una valla que es la mejor para ver la carrera, y ya subidos la abraza para que no se caiga y porque está helada. Después toman un chocolate con churros en la Estafeta, aunque Silvia casi no lo prueba. Hablan, sonríen y se besan.

A las doce se encuentran con los gigantes entre risas y palabras. Les parece que siempre se han conocido.

Suena un teléfono.

— Es el mío, espera— dice Silvia—. Oye que me tengo que ir.
— ¿Pero quedamos luego?
— Vale— sonríe ella. Javier le guarda su número en la agenda.

Se alejan por la Ciudadela. A ratos se dan la vuelta para mirarse. Sonríen. 


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DOS NOCHES HAY EN EL AÑO

Luis álvarez Atarés

– ¿No eran tres jueves? –le interrumpió de un relincho el tordo corcel.

– Es que no hablo del brillo del sol, hablo del de los ojos –apuntó mientras rumiaba el camello-. De esa sensación indescriptible que nace del estómago… De ese cosquilleo escalofriante de los días previos, descontando horas, minutos, segundos… que se concentra en una noche. En dos, mejor dicho.

– A ti como no te zarandean solo le ves la parte bonita –volvió a inmiscuirse el caballo de madera-. ¡Y tu jinete será más ligero, pero el mío es de buen comer!

– En eso no te quito razón, Melchor se cuida mucho. Pero piensa en la felicidad que proporcionas a tanta gente: mayores y niños.

– ¡Cómo se nota que lo tuyo es solo una noche! –apostilló de nuevo el zaldiko.

– Bueno… Desde Oriente tenemos muchas leguas de camino –rebatió el rumiante- aunque sigo pensando que lo compensa todo la sensación que ayudas a producir en los niños y no tan niños. Y tú tienes más raticos de roce.

– Te voy a tener que dar la razón.

– ¡Qué hay más valioso que una sonrisa!  

MOMENTOS ANTES

Xabier Sevillano Vaca

Faltan diez minutos, y no veo a mis amigos. No me importa. El ambiente es cálido, todos sonríen y me siento arropado. Algunos impacientes comienzan a saltar, sacando los pañuelos de sus bolsillos. Otros, desatándolos de sus muñecas.
Un rumor de fondo se oye. Entre él, las notas de una canción, a la cual nos unimos todos como si de un himno de tratase. La canción corre entre el barullo como una onda expansiva, transmitiendo la alegría del momento. Eufórico, me abrazo a un desconocido, que me sonríe y comenzó a cantar conmigo. El desconocido, yo, la plaza entera, queremos exprimir el momento. Todos los años es igual, pero cada vez es diferente, como un boceto realizado a mano alzada.
Aunque no veía nada, la tensión del ambiente cambia. Sé que se acerca el momento. Alguien ha salido al balcón, y ahora todos lo adoramos, como portador del alma de las fiestas. La manta carmesí de pañuelos al viento cubre la explanada y, jaleando al santo patrón, todos esperamos al estallido de adrenalina. Un instante que dura apenas un suspiro, fugaz como la vida de un cohete. Luego, alegría en todos los rostros, besos y abrazos, bailes y saltos. La fiesta ha comenzado. 

OTANO 1954

Alfredo Andreu Rios

Mi primo me contó que, en los baños del “Bullicio Pamplones”, había una puerta que no llevaba a ninguna parte. Por alguna razón se cerró la salida pero se conservó la puerta. Después me inculcó el mito de que, si se atraviesa un 7 de julio, descubres porqué vienes a San Fermín. Como tenemos complicidad especial, y nos entendemos con estas metáforas, fui a los baños convencido de encontrar, escondidas, las botellas de patxarán. Sorpresa: la puerta estaba hueca. Adentrándome en ella, aparecí nuevamente en el baño. Pero en otro diferente. Secándome el sudor salí de él, accediendo a un bar, que tampoco era la peña. Ensombrecí la mirada y vi escrito en el calendario “JULIO 1954”.
Agobiado, intenté salir. De pronto, mientras remontaba la marea de gente, una voz me detuvo: “¡Tres más de bacalao Asunción!”.
Comprendí que estaba en Otano, muchos años antes de nacer. Me dirigí a las cocinas y allí estaba ella, con su delantal. “Hay que joderse” –dijo mirándome– “el día más ajetreado y me traen camarero nuevo”. Irreconocible y enmudecido frente a ella le agoté la paciencia: “Bueno qué ¿Qué tienes que decir?” Y envuelto en el humo de sus guisos le susurré tres palabras: “muchas gracias, abuela”. 


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EL PAÑUELO ROJO

Miguel Santos Caballero

Martín conducía despacio, disfrutando del ambiente urbano. Recorrió la Avenida Aróstegui y más tarde, tomó la A12, que lo llevaría a Nájera. Su pensamiento voló hacia algunos de los puntos de la ciudad, rememorando aquella semana de tanta intensidad y pasión durante los Sanfermines. Recordaba con orgullo su primer día, cuando en la Plaza del Consistorio, se cantaba el vals de Astráin, que acompañaba a los presentes en su caminar hacia la Iglesia de San Lorenzo, para celebrar las vísperas al santo. Pero aquél no fue el único acto al que se sumó, también acudió a su memoria el primer encierro en el cual participó. Mostró una leve sonrisa, cuando visionó la imagen del toro zaíno que casi le envistió, pagaba la novatada, pues nunca se había visto en una igual. Repasaba mentalmente la cantidad de hechos que vivió en tan poco tiempo: disfrutar de la gastronomía navarra, tan rica y variada; cantar, correr, hacer nuevos amigos, visitar la ciudad… Reflexionó por un instante, se daba cuenta que lo que había experimentado no era simplemente unas fiestas patronales, sino un sentir, una emoción, un espíritu popular, mientras acariciaba levemente el pañuelo rojo, anudado sobre su cuello, como si fuera una divisa imperecedera. 

LA DECISIÓN INAPLAZABLE.

Antonio León Del Castillo

Hubo que acudir irremediablemente a la épica, hasta entonces desconocida, para tomar la decisión. Nunca antes se había planteado correr el encierro. ¡ Hatajo de locos ¡. Había sido, como en todo, espectador, mero figurante inanimado en aquél magno escenario repleto de estrellas, unas más fulgurantes que otras: corredores, pastores, sanitarios, periodistas, bravos, cabestros, vendedores, borrachos, músicos. Necesitaba experimentar algo distinto a lo vivido en sus treinta años, permanentemente ajeno a todos los principios, en un terreno dominado por la indolencia y la monotonía o por la excitación incontenible. Puro letargo ó desvelo absoluto. Se recordó cada siete de julio profundamente cobarde, siempre excusado en el peligro del toro cuando, en verdad, era la incapacidad para gobernar las hostilidades de su propia existencia, ya en el subsuelo, lo que le infundía un pavor indómito. Ahora, protagonista, de miedo abarrotado, rojo el cuello, las zapatillas malheridas, el suelo húmedo, sus ojos, las manos temblorosas, el corazón queriendo desistir, la voz ausente, el oído inválido, la mente enajenada, se confesó no obstante dispuesto a inaugurarse. En ese punto explotó el mundo. Miró suplicante y temeroso al Patrón que, simulando desentenderse, respondió con una mirada inaplazable en dirección a Santo Domingo. 

FIN DE FIESTA SIN SER CATORCE

Blanca Oteiza Corujo

Fue un siete de julio, aburrida corrida en el ruedo y alboroto en las gradas. Cantaba, bebía, bailaba. De repente el sol iluminó tu rostro que atento observaba al matador de toros y mis ojos ya no pudieron apartar la mirada de los tuyos que brillaban como en ninguna chica había visto. Tras el sexto de la tarde, te busqué en la multitud. Te vi bajar por Labrit y corrí hasta hacerme el despistado encontradizo. Buena palabrería y sonrisa abierta fueron lo que te convencieron para vernos esa misma noche. Junto al tablado del encierro nos encontramos en la plaza del Ayuntamiento.
Hoy, siete de julio, dos años más viejo, me quedo sólo. Me das plantón. En el móvil una disculpa en forma de mensaje. Te alejas para siempre de mi y de mis recuerdos. Me dices que no hay otro, y en el fondo creo que es cierto, me dejas por esa chica que te llama cada noche. La que conociste a finales de noviembre en fiestas del patrón. Con el pañuelico me seco un par de lágrimas que caen de mis ojos que te vieron sonreír. Por San Nicolás me mezclo entre la gente intentando pasar desapercibido.
 


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CUANDO PASE LA MAREA

Celina Ranz Santana

Antes que él corrió su padre. Y antes de éste su abuelo. La lista se ampliaba a varias generaciones más, con nombres y apellidos, que habían permitido la permanencia del encierro hasta aquel día. Agazapado en un rincón de la calle Estafeta, casi ya al comienzo de la última curva, esperó a que pasara la marea apretando con fuerza los párpados para evitar que se le escaparan las imágenes que habían salido en estampida de entre sus recuerdos.
Los adoquines bombeaban la marcha de la calle contra su pecho, el ritmo vibrante de una carrera que para él se había detenido tras la caída. Se protegió la cabeza con los brazos, aún sabiendo que aquel no sería más que un escudo de papel ante la embestida de la bestia. Pero no sintió miedo. Solo silencio. El silencio solemne de la espera. Y la certeza de que un día también él vería correr a su hijo.  

UNA LUZ EN EL OLVIDO

Melisa Lucia Pérez Badel

Lo acompañaba aquel soleado mediodía cuando escuchamos un vibrante estallido en el cielo despejado. Se aferró con fuerza a mi mano para acomodarse en el viejo sillón y sus labios casi siempre sellados con ímpetu se rebelaron. ―¡Viva San Fermín!―, dijo con voz firme. Me contó con vívida claridad de aquel tiempo ancestral en que tarareaba el Riau-Riau junto a su cuadrilla, del fervor que llenaba su ser al acompañar al santo en sendas procesiones y confesó con la honestidad del que ya nada teme que su corazón quería salirse de su pecho cada vez que corría un encierro seguido por la sombra inminente de poderosos astados. Una tímida sonrisa se dibujó en su rostro al hablar del momento justo en que conoció el amor de su vida una tarde de gigantes y cabezudos.
Repentinamente abrió sus profundos ojos grisáceos, soltó mi mano, me miró con desconfianza y preguntó con cierta confusión ―¿Quién eres tú?, ¿dónde estoy?―. ―Soy Lucia, tu nieta y estas en casa―, respondí besando su frágil y arrugada mano. Una lágrima se escapó de mi alma y la nostalgia se volvió alegría ya que por un breve instante fui testigo de un pasado feliz sumergido en las tinieblas del olvido.
 

PERFECTO AMOR

Juan Carlos Galvan Vela

Manolita estuvo a punto de concretar su sueño, si no hubiera cometido una imprudencia. Finalmente encontró al amor de su vida: Federico Espinoza.
Federico era el más correctísimo caballero que había conocido y con el cual soñó desde el colegio.
Vistió sus mejores galas, la ocasión era propicia: las fiestas de San Fermín, fecha acordada para sellar su compromiso ante familiares y amigas, las cuales hablarían del tema durante semanas.
Portó cual maja su vestido que le sienta perfecto: grácil figura, cuerpo virginal que juró no entregar a nadie, si no mediaba matrimonio. El peinado correcto, su velo, fragancia de naranjos y su abanico. Sonrió satisfecha ante el espejo.
Abrió la ventana. La brisa auguró un día esplendoroso.
A lo lejos escuchó el chupinazo y, -cual oleaje que procede del mar-, la gritería en aumento. Cohetes en el cielo estallaron gloriosos. Ángeles ataviados en blanco inundaron la calle Mercaderes. Entre la multitud corría Federico.
Muy cerca, los toros les seguían.
Manolita quiso ratificar su apreciación respecto del magnífico caballero con quien enlazaría su vida. Coqueta, dejó caer su pañuelo.
Federico le tributó una tierna mirada hacia el balcón.
Se inclinó para recoger la prenda.

La embestida fue violenta.