Archivo por días: 22 de octubre de 2015


San Fermín 360º 3

Asier no podía hablar, todavía no sabía ninguna palabra. Eso sí, las cosas las tenía muy claras. Tan claras como se tienen cuando se funciona por instinto. Y su instinto siempre le empujaba a intentar hacer lo mismo que hacía su hermano Beñat. Pero no podía porque estaba irremediablemente amarrado con arneses a una maldita silleta.

Beñat, ajeno al sufrimiento de Asier, no se conformaba con ir a ver los gigantes. Él lo que quería era emular a su prima Carol, que con el mismo desparpajo que tenía para todo, no paraba de enredar con los kilikis. Pero a él le daba miedo. Admiraba a su prima por su valor.

Y es cierto que Carol disfrutaba incordiando a la Pelona y compañía, pero eso en realidad era cosa de pequeñajos. En cuanto perdía de vista a la comparsa volvía a enfurruñarse porque a su hermana Chus ya le dejaban echar ratos con sus amigas. Eso sí que eran sanfermines, ir a los hippies, pajarear por la calle y vete tú a saber si empezar los escarceos con el kalimotxo…

Sin embargo, para Chus aquello no era suficiente. Otra cosa era lo que podía hacer su prima Nahia. Nahia ya podía volver a casa a las 12 de la noche, después de los fuegos. Pero ojo, ¡que le dejaban salir sola desde después de comer! Renunciaría a media paga por poder ir con su prima. El plan seguro que era mundial.

Nahia en cambio echaba de menos tener un poco más de tiempo tras la hora bruja para babear al lado de Chefo, el amigo andaluz de su hermano mayor. Qué bueno estaba, qué guapo era, y cómo la miraba.

Su hermano, como es de suponer, no era ni remotamente consciente de que Nahia estaba totalmente pillada con Chefo. Bastante tenía con intentar pegarse a la cuadrilla de su primo Alberto, que ya iba a los toros. Eso sí que era una cuadrilla sanferminera, y no la suya, preocupada únicamente de hacer gaupasa, saliese como saliese.

Alberto no comprendía el empeño de su primo en pegarse a su cuadrilla. ¡Si era un puto crío! Además se le pegaba como el chicle concretamente a él. Mala compañía cuando precisamente lo que él buscaba sin descanso era encontrarse con su tío Luis, el hermano pequeño de su madre. ¡Qué cabrón! Almuerzos, comidas, meriendas en el tendido, cenas, poteo permanente… Luis era el casta por antonomasia.

Pero cada vez se lo encontraba menos. Luis cada vez era menos callejero. Había descubierto el placer de las buenas sobremesas gracias a un compañero de trabajo que al final consiguió introducirle en el Txoko Pelotazale. Allí conoció a Borobio, al que todos llamaban por su apellido. Era un tripudo artista de los fogones, y Luis empezó a frecuentar el Txoko por las mañanas, atraído por el ambientazo de los preparativos de las grandes pitanzas.

Borobio, todo un personaje. Tan capaz era de preparar unas menestras celestiales como de desgraciar un simple huevo frito. Genio y figura. Pero Borobio era consciente hacía ya tiempo de que tenía que bajar el pistón. El colesterol del bueno había terminado por salir huyendo. El que sí se lo montaba bien era Karra. “Yo de mayor como Karra” solía gritar entre plato y plato. Karra era caro de ver, y el jodido se mantenía bien, pero cuando no había que perdonar era implacable. Qué fondo.

Y es que Karra había aprendido de su hermana Bego que más valía calidad que cantidad. Ella aplicaba esa máxima. En fiestas se pegaba dos homenajes por todo lo alto con su marido y otros amigos. Para dos días que podían permitirse, con los hijos convenientemente colocados, no iban a tener miramientos. Ahora bien, por mucho foie de La Olla que pudiera meterse entre pecho y espalda, Bego suspiraba por alcanzar la libertad de su compañera de trabajo Ana, que ya tenía a los hijos mayores. ¡Eso sí que era felicidad! ¡Así sí que podría darlo todo!

De todos modos, Ana lo que verdaderamente anhelaba era pillar un grupillo de amigas como hacía su tía Julia, que se reunía en el Casino cada tarde para poner a parir a todo el que entraba y salía. ¡Qué cachondeos se traían! Cuatro copicas de champán, o cinco, y a casa con la tarea hecha. Sí, lo de Julia sí que era un buen plan.

Y Julia también lo creía, pero los achaques no le dejaban disfrutarlo como antes. Cada vez se sentía más a gusto paseando a horas decentes con Martín, un viejo amigo que había enviudado hacía una par de años y que lo único que quería era alejar sus tormentos y recobrar la paz y la tranquilidad, y por qué no, si era al lado de Julia mejor.

El espejo en el que se miraba Martín era Celestino, su compañero en el piso tutelado. Celestino sí que había alcanzado esa serenidad, se le notaba en cada uno de sus actos. Lo que no podía ver Martín es que la amargura iba por dentro. Celestino, consciente de encontrarse en la cuesta abajo, habría dado un ojo y quizás los dos por poder volver a corretear por la Media Luna con su nieto Asier. Pero no podía porque estaba irremediablemente amarrado con arneses a una maldita silleta.