IX Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín
SAN FERMIN, SIEMPRE EN MI RECUERDO
Francisco Javier Nieto Cabezas
A mi desde muy niño me parecía mágico lo de las Fiestas de San Fermin.
Eso de correr delante de los toros vestido de blanco y con un pañuelo rojo al cuello, sin mas protección que un periódico doblado en la mano, me parecía lo mas.
Asi es que decidí que cuando me hiciera mayor, tras la Primera Comunión, y echarme novia, lo primero que iba a hacer era ir «A los Sanfermines», a que me echaran agua desde los balcones, y a que Hemingway me firmara un autógrafo, porque según decían siempre se «aparecia» por la calle Estafeta.
Y como todo llega, cumplí 18 años, deje atrás la Primera Comunión, y me eche novia, me había hecho mayor.
Asi es que quedé con unos amigos para irnos de madrugada en el 850 de mi padre, que me lo había dejado, sin que mi madre se enterase.
Y cogimos carretera, y mas carretera, parando cada 100 kilómetros para echar agua al radiador, porque los coches de antes se calentaban que daba gusto.
Tras 12 horas de viaje, que se me estaba haciendo muy largo, de tanto subir y bajar montañas, por fin dejamos atras el Monte do Gozo y llegamos a Santiago de Compostela…
LA VOLUNTAD DE VIVIR
José Antonio Díaz Moreno
Al llegar me quité la chaqueta y cincuenta años de desgracias. No quisé pasar al aseo hasta tener seguridad de que no volvería a sentir ese malestar continúo que me ahogaba el ánimo. Miré por la ventana y ví la plaza de toros y la bondad de las gentes paseando su blancura sin ningún impedimento por las floreadas calles. Escuché el móvil y dejé de sentir su telar hipnotismo. Cogí el pañuelo rojo y lo ceñí a mi atrevida decisión. Al salir a la calle me llené de conciencia. Un cigarro, un último cigarro, ahora que estaba allí, como ayer estuve, donde la conocí y pasé mis mejores años de ilusión y asombros. Puse la pastilla en el borde de mis dedos y la tiré sobre la inhiesta amplitud de mi decisión: hoy sería como ayer y nunca más me quitaría el capricho de soñar. Mi faz y mis ojos se hirieron de recuerdos y una leve brisa me engarzó a la bizarra lágrima del alma, la que dice el adiós definitivo a la soledad de mi fatal enfermedad. Fue mi voluntad. El cuerpo yacía aureolado de una guirnalda de blancas sábanas risueñas. Se puede morir en paz.
TENTACIÓN
Amaya Indave Navarlaz
¿A quién demonios se le ocurre ingresarme en la Misericordia un 9 de julio? ¿Acaso no prevén que la contemplación de los carteles de la Feria del Toro que visten sus paredes puede incitar al frenesí? Y es que, señores, un servidor, viudo, de 85 otoños y con pocas perspectivas de solaz en el horizonte, me hallé ese día en la puerta de la Meca, con mis maleticas y escaso buen humor.
Estaba haciendo posesión de mi cuarto cuando apareció mi sobrina. “Tío, te invito a comer. Luego sigues”. Tras un par de claretes y una comida con solera mi moral había subido hasta las nubes. “Tío, vamos a los toros”. Sentado con la juventud, vi la corrida desde el tendido entre charangas y ajoarriero.
Al salir vi a otro sobrino. “Tío, ¿vienes a ver la pelota?”. No me negué al partido, ni tampoco a la cena que vino después, ni a la ronda nocturna que los siguió.
Por eso, cuando llegué a la Misericordia después de ver el encierro en un bar, una monja me estaba esperando enfurecida. “¿Le parece a usted bonito venir tan tarde ya el primer día?” “¿Tarde? -contesté yo- “A estas horas de la mañana me parece aún temprano”.