Archivo por meses: junio 2019


Completando el cuadro (clasificados 7º al 10º)

7º clasificado: «Errege» de Joxe Aldasoro Jauregi

Jarauta kalean txarangaren burrunban murgilduta koadrilakoekin. Sorbalda sorbaldarekin, besoak besoekin. Gorputzek musikari entzuten zioten: aurrera, atzera, alde batera, bestera, seko gelditu orain, jauzika gero, aztapoak, birak. Gogoek beste gogoei: talde txikiagotan bereizi, multzo-ebaketa berrietan batu erritmo zein abesti aldaketekin.

Izerdiak. Tragoak. Ziztak. Talkak. Algarak.

Izerdiari aurre egiteko kamiseta kopetan lotua ikusi nuen. Garaia, oso. Begien marrak erakarri ninduela esango nuke, aurpegiaren finak, plastikozko belarritako nabarmenegiak, sudur zorrotzak, bizkar sendo eta gerri zurrunak. Mugimendu pausatuak edatean, zigarroa erretzen, begirada altxatzerakoan.  Beldur adina zirrara sorrarazten zidaten izaki ahalguztidun, magiko, zintzo, justuak gogorarazi zizkidan.

Txikitan aitari galdetzen nion ea ama haien erresuman egongo ote zen:

—Bai Aitor, han bizi da orain, zoriontsu!

Poz-malkoak omen ziren. Inozentzia.

Liluratuta ninduten jentil dotoreak. Gustatzen zitzaizkidan janzten zituzten soineko, buruko eta pitxiak. Eta gustatzen zitzaizkidan banekielako erregeak gonadun erregina zirela eta erreginak bizarrik gabeko errege. Nire kuttunak, asiarrak, Esther eta Sidi abd El Mohame.

Atzo arte atxiki dut nire burua ulertzeko balio zidan sekretua.

Eskutik heldu nion erraldoiari. Eskutik hartuta dantzan, hatzak hasi ziren mezuak zifratu eta deszifratzen. Gorputzak bereizten zigun airea zurrupatu  genuen ezpainak itsatsi zitzaizkigun arte. Anabasa-multzoaren osagarri izan ginen, biderkadura cartesiarra Adham eta bion gorputz atalak. Zoriontsu naiz nire gogo eta gorputzaren erresumen errege.

«Rey»

Calle Jarauta, sumergido con la cuadrilla en el estruendo de la txaranga. Hombro con hombro, asidos del brazo. Los cuerpos escuchaban la música: adelante, atrás, a un lado, al otro, frenada en seco, luego saltos, tropiezos, giros. Unos deseos a otros, formándose así conjuntos más pequeños, nuevas intersecciones con cada cambio de ritmo y canción.

 Sudor. Tragos. Bebida que se derrama. Roces. Carcajadas.

Le vi con una camiseta anudada a la frente para mitigar el sudor. Era muy alto. Quizás me atrajera la raya de los ojos, la finura del rostro, los pendientes de plástico demasiado grandes, la nariz recta, las espaldas fuertes o la rigidez de la cintura. Sus movimientos eran pausados al beber, al fumar, al levantar la mirada. Me recordaron a esos seres todopoderosos, mágicos, buenos y magnánimos que me provocaban  miedo y emoción a partes iguales.

De pequeño le preguntaba al aita si ama había ido a su reino:

– Si Aitor, allí vive ahora, ¡feliz!

Lágrimas de alegría, decía. Inocencia.

Esos elegantes gentiles me tenían hechizado. Me gustaban los vestidos que llevaban, los tocados y sus joyas. Y me gustaban porque sabía que los reyes eran reinas con falda y las reinas eran reyes sin barba. Mis preferidos, los asiáticos, Esther y Sidi abd El Mohame.

He guardado hasta ayer el secreto que me permitía entenderme a mí mismo.

Le agarré al gigante de la mano. Bailamos asidos, nuestros dedos comenzaron a cifrar y descifrar mensajes. Aspiramos el aire que separaba nuestros cuerpos hasta que se nos pegaron los labios. Fuimos complemento del conjunto caos,  producto cartesiano formado por los elementos del cuerpo de Adán y del mío.

Soy feliz, rey de mis deseos y de mi cuerpo.

8º clasificado: «De pacharanes y chupetes» de Mirentxu Arana Lesaca

Óyeme bien, es el tesoro del abuelo, ni se te ocurra tocarlo.

Confieso que aquella prohibición tajante y repetitiva acabó golpeando mis sienes. Durante las fiestas, en el momento del café, el abuelo visitaba el minibar y se servía una copita.

El tesoro del abuelo… un tesoro…, como en los cuentos…; allí había gato encerrado.

A los cinco años yo ya juntaba letras. Aprovechando un descuido de la abuela, subí a una silla; desde aquella altura, y oteando la casa, creí llegada mi mayoría de edad; tomé la botella de cristal rugoso, etiquetada con ramitas verdes y pude leer: “pa-cha-rán”.

Lo juro que yo no quería. Quité el tapón, acerqué la botella a la nariz y experimenté sensaciones nuevas, placenteras, desconocidas; nunca olvidaré aquel perfume… Eché un buen chorro sobre mis manos y me lavé la cara al tiempo que sacaba la lengua para no perder gota. Me gustó. Remojé bien el “chupe”, (supuse que Josemiguelerico lo preferiría así), lamí hasta donde buenamente pude, y cuando iba a coger con mano pegajosa la de mi padre para la ceremonia, comencé a dar tumbos y a cantar el “riau, riau”. El gigante quedó esperando hasta el día siguiente a que acabara mi siesta.

9º clasificado: «Por la noche, fuegos artificiales» de Paula Fernández Suárez

Aquel año en que te conocí, era muy joven. Lo quería hacer todo y no perderme nada. Recuerdo que nos cogimos de la mano mientras la explosión de cortisol se expandía por todo nuestro cuerpo tras el chupinazo. Apreté más fuerte tu mano solo para comprobar que tú me respondías. Corrimos delante del peligro sintiendo esa claridad mental de tener todos los sentidos coordinados, funcionando como el maravilloso engranaje que somos.

 Los dos deseábamos volver a sentir la misma emoción con los Kilikis, así que nos apresuramos en los años siguientes y tuvimos un niño, Iker, que pronto pidió un hermanito y un perro, único miembro de la familia al que no le gustaban los fuegos artificiales.

Hasta que llegó un momento en que oía chupinazos todas las tardes. Corría delante del toro con más concentración que nunca, pero él siempre conseguía alcanzarme. Veía un kiliki todas las noches y ya no necesitaba salir para ver los fuegos artificiales.

Un día, mientras dormías agotado tras otras 204 horas, entré en la comisaría. Cuando me preguntaron qué quería solo les dije: la fiesta ha terminado. La mirada del joven se posó en mi mejilla y se dispuso a redactar nuestro final y mi principio.

10º clasificado: «El juramento» de Julia San Miguel Martos

Este año lo volví a intentar. Estaba cansada, y me propuse, ya lo hice la fiesta anterior, tomarme unos días de vacaciones. La muerte también tiene derecho a disfrutar desde la barrera, me dije. Total, apenas serían las doscientas cuatro horas que duraban los sanfermines. Lo intenté. Lo juro. Pero al final solo aguanté dos minutos, eternos, eso sí, pero solo dos, los que duró el primer encierro. Como un pamplonica más, entoné por tres veces la plegaria de los corredores delante de la hornacina del santo, junto a los corralillos, antes de que sonara el cohete que daba comienzo a la carrera. Recorrí los doscientos ochenta metros de la cuesta de Santo Domingo sin pestañear, giré en Mercaderes y llegué al ángulo de noventa grados donde los toros resbalan y se despanzurran por el suelo. Jaleé y grité, y me adentré, sin dejar de mirar atrás, por la sombría Estafeta, recorriendo los trescientos metros hasta el embudo del siguiente callejón. Entonces, hasta mí llegó el aliento de terror cuando caímos sobre la tierra, bajo las cornadas. Fueron ochocientos cincuenta metros en total, y dos minutos. Juro que lo intenté. Lo juro. Pero olía a sangre…, y me pudo más el oficio.


Más relatos finalistas (clasificados del 4º al 6º)

4º clasificado: «34 pañuelos» de Carmen Remírez Barragán

El abuelo nunca lo llevaba hacia adelante. El primero, bordado en ilusión y en oro, con las letras de Marina. Uno pegajoso y desteñido, con restos de ketchup, mostaza y la yema de un huevo. Quizá por eso nunca pude desatarle el nudo. El bien planchado, inmaculado, de mi madre. El que nos bordaron con nuestros nombres, la fecha y el escudo de Pamplona, para que nos pusiéramos en la boda. El del pueblo, el de los primeros amaneceres, con 15 años y muy poco sueño. El que me quitaste. El que daba mucho calor, aunque no nos importara sudar a chorros. Siempre pedíamos otra barraca más, que era 9 de julio, y comíamos pollo para cenar y nos lo poníamos como una campesina en el pelo para que ningún mechón nos tapara los fuegos.  El que yo te quité. El que anudamos en San Lorenzo aquel Pobre de Mí en el que pobres de nosotras, sobre todo al día siguiente. El que nos cambiamos. El que guardo arriba en la caja, extendido, para sacarlo el primero y revivir recuerdos tejidos a un cuadrado de tela y a una ciudad que se disfraza con él al cuello para gritar que viva San Fermín.

5º clasificado: «9 horas y 25 grados» de Paola Ruiz López

Era pleno julio y la humedad había llegado a San Francisco. Por mucho que me duchara, seguía estando pegajosa. Eran las dos de la mañana y  ya hacía 25 grados. 

Mi frigorífico se reducía a botellas de agua y ensaladas. El horno, la vitro y el microondas estaban prohibidos. La txistorra envasada la tendría que reservar para otra ocasión. Con un vaso de kalimotxo me conformaba: fresquito y refrescante.

Miré el reloj digital de la estantería. Cómo lo odiaba mi madre. “Un día se te va a estropear y vas a llegar tarde. Mejor cómprate uno como los de toda la vida. De agujas”. Las dos y veinticinco. Todavía quedaba un ratico.

Preparé la mesa del salón: mi katxi, mi portátil preparado para conectar con Televisión Española y mi pañuelico rojo. Todavía quedaban un par de velas sin recoger tras el apagón general del edificio. Me sobresalté cuando oí la llamada del móvil. 

“¡Viva San Fermín, hija!”.

 Volví a mirar la hora.

“Ama, si todavía quedan veinte minutos”.

“Hija, no me digas que sigues con ese reloj. Ya son las doce y dos.”

Eché el reloj a la basura y de paso el kalimotxo. Ya se me había calentado.

6º clasificado: «La primera vez» de Francissco Javier Medina Herrera

Era la primera vez que iba a correr delante de un toro. Muchos amigos suyos lo habían probado, pero él nunca se había atrevido. El peligro de ser arrollado por la multitud siempre le había echado para atrás, pero por fin había llegado el momento de demostrar que era lo suficientemente valiente para hacerlo. Ya no oiría más las burlas de su hermano mayor, quien siempre se había reído de él por no haberlo intentado nunca.

Sin que se diese cuenta, el cohete por fin explotó, lo que indicaba que todo acababa de comenzar. Miró por la cuesta y allí estaba el toro, dirigiéndose justo hacia él. A esas alturas ya no podía echarse atrás, así que no tuvo más remedio que ponerse a correr como no lo había hecho antes.

El sudor le recorrió todo el cuerpo, las pulsaciones le latían a mil por hora. Cuando ya estaba a punto de desfallecer debido al agotamiento, se giró para comprobar dónde estaba el toro y vio que a éste se le acababan de terminar los petardos que tenía atados a la espalda. Fermín se alegró por haber podido sobrevivir al toro de fuego, así que fue a buscar a sus padres para contárselo.


Segundo y tercer clasificado

2º clasificado: «Horas extras» de Amaia Ambustegui Lapuerta

En el callejón saqué a uno de Wisconsin de entre las astas del jandilla. A mediodía evité que una señora de la peña La Jarana se atragantara con un frito de calamar. Y cerca de Joshepamunda guié a unos padres desesperados hasta donde lloraba su muetico de tres años, al que buscaban entre la multitud. Antes de irme a comer, aún tuve tiempo de asegurar un botón de la casaca de Caravinagre.

A las cuatro dejé una cartera en objetos perdidos. Sujeté del nudo del pañuelo a un mocé a punto de perder el pie en los fosos de la Ciudadela al atardecer. Dando una vuelta por las barracas, apreté una tuerca que andaba floja, por si las moscas. Y cerca de allí, poco antes de los fuegos, alcancé un globo que se quería ir al cielo y se lo di sonriendo a una cría que reprimía un puchero.

Estas han sido las incidencias de un día bastante tranquilo. Señor, dejo el parte donde me dijo, espero que esté bien hecho, ya que no nos han dado instrucciones como a una empresa al uso.

Adiós, me vuelvo a la peana, que mañana es el Día del Niño y me espera la chiquillería con flores.

3º Clasificado: «La huida» de Alfonso Garcia De Cortazar Ruiz De Aguirre

Ese año me fui de Pamplona el día 5. Había decidido que no merecía la pena quedarse, que me marcharía donde fuera, a cualquier sitio que estuviera lejos, cuanto más mejor. Días antes informé a mis amigos acerca de mi propósito y para justificarme ante ellos mencioné vaguedades, cansancio, deseos de cambiar, de alejarme del ruido, de las multitudes. Trataron de convencerme para que me quedara pero pronto vieron que mi decisión era firme y al final desistieron de intentarlo.

El día 5, con el sigilo de un proscrito en fuga, cerré la puerta de casa, bajé las escaleras, salí rápidamente del portal y me metí en el coche. Al arrancar di un suspiro de alivio al suponer que nadie me había visto y al constatar que, en cualquier caso, nadie de la vecindad me había preguntado con voz acusadora por el motivo de mi viaje. Al acercarme a la cabina del peaje de la autopista sentí que era la última barrera en mi huida. Entonces la vi. Viajaba en un autobús que salía del peaje en dirección hacia Pamplona. Estaba mirando absorta por la ventana. Nuestras miradas se cruzaron fugazmente.

Ese año volví a Pamplona el día 5.


Fallo del jurado del XI Certamen de Microrrelatos de San Fermín

Estimados amigos y lectores, esta misma tarde a las 19:30 en el Palacio del Condestable de Pamplona, se ha hecho público el fallo del jurado del XI Certamen de Microrrelatos, con los siguientes resultados:

Primeros tres clasificados:
Ganador: Nerea y yo 
por Ángel Saiz Mora.
clasificado: Horas extra por Amaia Ambustegui Lapuerta.
clasificado: La huida por Alfonso García De Cortazar Ruiz De Aguirre.

Resto de finalistas:
clasificado: 34 pañuelos por Carmen Remírez Barragán.
clasificado: 9 horas y 25 grados por Paola Ruiz López.
clasificado: La primera vez por Francisco Javier Medina Herrera.
clasificado: Errege por Joxe Aldasoro Jauregi.
clasificado: De pacharanes y chupetes por Mirentxu Arana Lesaca.
clasificado: Por la noche, fuegos artificiales por Paula Fernández Suárez.
10º clasificado: El juramento por Julia San Miguel Martos.

Nuestra más calurosa enhorabuena a todos ellos, así como al resto de participantes en este XI Certamen que nos han hecho disfrutar con sus trabajos.

Y sin más preámbulos, aquí tenéis el texto ganador al que seguirán la próxima semana el resto de textos en sucesivas entradas:

Nerea y yo – Ángel Saiz Mora

Coincidimos en una conocida confitería de Pamplona. Ella iba a pagar unas pastas y había olvidado el monedero. Me ofrecí a costear el importe y terminamos sentados frente a un café. Al día siguiente comenzaba el primer encierro de los sanfermines. Dije que no me perdía ninguno y siempre terminaba moviéndome deprisa. Ella contó que solía situarse al pie del vallado. No me atreví a entrar en más detalles, ni a pedirle el número de teléfono. Luego maldije mi timidez.

Al día siguiente apenas escuché el cántico en honor al santo, tampoco el estampido del cohete de salida. Mis ojos la buscaron entre la muchedumbre blanca y roja, mientras las pezuñas resonaban sobre los adoquines.

Hubo un herido. Me puse al volante de una ambulancia medicalizada para trasladarlo al complejo hospitalario. Vino acompañado de un ángel con chaleco naranja y una cruz roja en la espalda, igual que la mía.

Desde aquella mañana de julio miro fascinado a Nerea, convencido de que siempre hay algo misterioso en ella, porque nunca nos lo contamos todo. Quizá sea eso lo que hace que permanezcamos juntos, también nuestro hijo Alexander, a quien pusimos el mismo nombre que al norteamericano con traumatismo que volvió a unirnos.


Retransmisión del fallo del jurado

Desde aquí podréis seguir en directo el Fallo del Jurado y la lectura de los diez microrrelatos finalistas de la XI edición del Certamen de Microrrelatos de San Fermín. La retransmisión comenzará a las 19:25 y el fallo del jurado arrancará a las 19:30 horas desde el salón del Palacio del Condestable y con entrada libre.