Completando el cuadro (clasificados del 7º al 10º)
7º clasificado: «El encierro» de Manuel Blasco García
Una detonación hace vibrar la botella dispuesta sobre la barra. —Primer cohete, Javi. Vamos a ello. —Arrancamos con un clásico, tortilla de patatas con pimientos de piquillo. Regado con crianza de la Ribera. Un hábil movimiento de muñeca y el camarero llena el vaso. El mozo saborea el aroma. Dos mordiscos, trago de vino y el siguiente pintxo asoma por corrales. —Tostada de anguila ahumada con tomate natural en dos texturas. Y copita de chardonnay, tres meses en barrica. La segunda explosión les sobresalta, los toros se encuentran en el recorrido. —Te veo lento, Javi, apura. —No hables que pierdes ritmo, crujiente de jamón con picatostes y chato de tinto Tierra Estella. —Que alguien me preste un periódico, aún me pondré a leer. —No provoques. Infusión de espárragos escoltada por pato confitado con tamarindo y jugo de garnacha Valdizarbe. Esto deja los ojos virolos. —Temple y oficio. No ponerse nervioso. —De postre, el sexto miura, unos churros de la Mañueta. —Ya me estás poniendo un chupito de patxaka o no los bajo. Tercer zambombazo, la manada en la plaza. —No lo va a lograr —Poca fe, cojones. Cornada en bajo vientre y desesperada carrera a los sanitarios. Cuarto estampido y último, final de encierro.
8º clasificado: «Vivir de fiesta» de Patricia Collazo González
Es escuchar el “Pobre de mí” y caerse muerto. Lo digo en sentido literal. Cada año, al despuntar el quince de julio, mi hermano Paco se lleva la mano al pecho, se deja atropellar por un coche, sufre una peritonitis repentina, o se atraganta con una aceituna. Pero año tras año, muere. La primera vez nos asustamos mucho, pero ahora ya nos lo tomamos con más calma.
Todos salvo mamá que vive cada muerte como si fuera la primera y la última.
El resto de la familia nos palmeamos las espaldas y soltamos alguna lagrimita para que no se enfade.
Es que ella lleva un registro mental de quién llora y quién no, de quienes envían corona, de quienes le dan sus condolencias, para después quitar el saludo si se tercia.
Con mis hermanos y primos contamos chistes malos y nos reímos para adentro. También envolvemos en el pañuelo rojo de Paco una botellita de calimotxo y la metemos en el cajón disimulándola debajo de su brazo para que se le haga más corta la espera. Un año casi.
Porque cada seis de julio, a las doce en punto, Paco resucita en la Plaza del Ayuntamiento, justo justo cuando se lanza el Chupinazo.
9º clasificado: «Mi vacuna» de Amaia Goñi
Me enorgullece compartir que tengo mi propia vacuna en estos tiempos de pandemia. Sí, de las buenas, de esas que tardan un poquito más en “salir” al mercado y de las que prometen (¡con garantías!) no tener ningún efecto secundario.
Mi vacuna es de aquí, de nuestra tierra. De esas que están elaboradas con mimo; con la esperanza como conservante y la tradición como envoltorio externo. Quizás no tenga ninguna fracción de ARN, pero sí mucha pasión… y esa sí que es imposible de fragmentar.
Entre sus ventajas, está la de no perder ninguna propiedad a pesar de la temperatura ambiente, lo que la convierte en accesible y apta para cualquier persona de este planeta. Quizás tenga el inconveniente de que es compleja de preparar, pero os aseguro que, desde luego, merece y mucho la pena.
Algo que alentará a quienes sufran de miedo a las agujas, es que no posee ninguna, aunque ello no le impida llegar a nuestro corazón. No distingue franjas de edad, prometido.
A pesar de todo lo dicho, mi vacuna no es sólo mía; prometo distribuirla entre todos los que compartan mi mismo sentimiento.
Mi vacuna… Mi vacuna eres tú, San Fermín.
Volveremos.
10º clasificado: «Diminished» de Larry Belcher
“In a real dark night of the soul,” F. Scott Fitzgerald writes, “it is always three o’clock in the morning,” but it can also come haunting on a dark, dreary morning as you, two years diminished, walk the barren cobblestones of deserted streets where once the clattering of hooves did resound.
And you recall the horn you would have slipped with ease and confidence in earlier days slicing through the cloth of your pants and searing your thigh, leaving an indelible reminder that the game is play for mortal stakes. And as you press against the wall in frozen disbelief, you are struck with the stark realisation that you have never held the winning hand.
And, encumbered by the past, through the mist you hear the fading echo of hooves on the cobblestones of Mercaderes and Estafeta as the bulls of yesteryear pursue the fleeting boys of summer of your youth.
«Menguado»
«En una verdadera noche oscura del alma —escribió F. Scott Fitzgerald—, siempre son las tres de la mañana», pero también puede atormentarte en una oscura y lúgubre mañana en la que tú, dos años menguado, caminas por los áridos adoquines de calles desiertas donde una vez resonó el repiqueteo de las pezuñas.
Y rememoras el cuerno que habrías esquivado con facilidad y confianza en los viejos tiempos, atravesando la tela de tus pantalones y abrasando tu muslo, dejando un recordatorio indeleble de que se trata de un juego de apuestas mortales. Y mientras te apoyas contra la pared con incredulidad congelada, te golpea la brutal constatación de que nunca has tenido la mano ganadora. Y, abrumado por el pasado, escuchas a través de la bruma cómo el eco de las pezuñas sobre los adoquines de Mercaderes y Estafeta se desvanece, mientras los toros de antaño persiguen a los muchachos efímeros del verano de tu juventud.