XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín
SANGRE Y FUEGO
María Nieves Linares Martin
Me desperté al alba, me vestí de blanco y me dispuse a partir hacía Pamplona en el autobús. Cuando llegue las calles vacías y en silencio me hicieron sentir un mal presagio. Levanté la cabeza y pude contemplar como el cielo se cerraba ante mis ojos. Una gran tormenta se avecinaba. Empezó a llover y tras de esta, una fuerte granizada cayó. En ese momento me arrepiento de haber venido a San Fermín, tomé refugió en un portalón y aguardé a que todo esto pasara. Durante 15 minutos pasé el momento más terrorífico de mi vida. Cada granizo era del tamaño de pelotas de golf. Golpeaban fuerte en la calle, llegué a pensar que sería el final de la fiesta. No me podría encomendar al patrón, ni siquiera vería los toros bravos pasar de cerca. Dentro de mí no paraba de rezar para que acabase este infierno. En unos segundos el cielo volvió a abrirse ante mis ojos. Un sol resplandeciente brillaba. Todo preparado para dar comienzo al primer encierro de mi vida. Empecé a correr ante los toros . No había avanzado ni 50 metros cuando sentí un fuerte golpe , desgarrador. Es todo lo que recuerdo de aquel fatídico día. Aunque volvería.
DOS GRILLOS Y UN PAÑUELICO ROJO
María Sergia Martín González
Mamá era de esas personas que conseguían que lo mágico sucediera. Cuando le preguntaba por mi padre, solía decirme que era el mozo más guapo de toda Pamplona, que corría los sanfermines con su pañuelico rojo, que tenía duendes en los pies y que se conocieron en un sueño. Siempre que lo mentaba, le brillaban tanto los ojos que parecía que fuese a llorar aunque mamá aseguraba que no era llanto sino emoción porque yo era su viva estampa. El abuelo odiaba que hablara de chupinazos, cabestros y toros. «¡Maldita, muchacha!, deja de atolondrar al crío». Jamás se rebeló, pero solía decirme que algún día abandonaría el pueblo, que no debía llorar porque volvería para buscarme y que ese día yo lo sabría.
Una mañana mamá no estaba. La busqué en el olivar, en la iglesia, en el río, en cada casa… Pero no estaba… Aunque le prometí no llorar, la primera noche que dormí sin agarrar su mano lloré un río entero. Y las siguientes, también.
Esta tarde, mientras coloreaba un arcoíris, he escuchado –a lo lejos– ecos de cencerros, cohetes… y una pareja de grillos ha dejado a mis pies un pañuelico rojo. No puedo explicarlo, pero sé que mamá se acerca.
POBRE DE MÍ
María Soledad García Garrido
Morir en San Fermín es una faena, aunque como ya saben, nuestro destino no está escrito. Les relataré mi última hora, a pesar de ser presa ya de las hormigas.
Me hallaba en la Casa Consistorial, junto al concejal encargado de lanzar el chupinazo. Hubiera evitado mi triste final si me hubiese quedado en el paseo de Sarasate contemplando la fiesta en las pantallas gigantes, como hicieron otras compañeras mías. Solo un rato antes había revoloteado por allí, pero preferí subir al balcón del Ayuntamiento. No se hacen una idea de la marabunta que gritaba apasionada, enarbolando sus pañuelos rojos, ebrios de felicidad. ¡Cómo sudaban brincando con los brazos arriba! ¡Cómo explicarles tanta dicha!
Todo sucedió de la forma más tonta. Ya saben, morir en San Fermín. El concejal acercó la mecha al cohete y, excitado, gritó: ¡Viva San Fermín! ¡Gora San Fermín! A continuación, se unió a la algarabía de los de abajo. Ahí se produjo el trágico desenlace, cuando —malditos aplausos— quedé atrapada entre sus palmas y mis alas se plegaron para siempre. Recuerdo, como última visión, que reboté sobre la cabeza de un guiri que no acertaba a anudarse el pañuelo. Acto seguido, todo quedó fundido en negro.