Archivo por días: 1 de febrero de 2024


XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín

IGNATIUS Y BARTOLOZZI JUEGAN AL FÚTBOL

Juan Osés Navaz

6 de la mañana. Ignatius busca al Tino en la discoteca de Navarrería. Están citados para el encierro.
Mira calle arriba. Después, calle abajo. Lo descubre junto a la esquina, peleándose con un negro musculoso.
Éste sacude al Tino. Su cabezota rebota contra una cañería, sonando cual campana de la catedral. Ignatius intenta sacudirle. Caen.
Sentados en el suelo, ríen. Finalmente, logran levantarse y ponen rumbo a la placita consistorial. Un gentío los recibe alegremente.
En el centro, Paulino, disfrazado de árbitro, y el artista Bartolozzi sujetando un busto de Séneca.
Los capitanes, Bartolozzi e Ignatius se saludan. Paulino pita. Empieza el juego. Jamás se conocerá el resultado. El alboroto importa más que los zafios números.
Se acerca la hora. El alcalde, cabreado, ordena al jefe municipal que les arrebate el esférico. Los policías lo intentan entre risas.
Faltan diez minutos. El alcalde telefonea al jefe de la policía nacional. Suena la sirena ronca del furgón. Los grises saltan a la plaza, porra en ristre.
Acto seguido, desbandada general. Suenan los tres cohetes que anuncian la salida de los astados.
Con los municipales no había problema. Eran de casa. Pero con los grises, en los tiempos de Franco no había quien jugara.
A nada.
 

¡PAMPLONESAS, PAMPLONESES!

Juan Guedez Marín

El reloj del ayuntamiento marcaba el inicio de la algarabía, de la identidad, del comienzo de horas de fiestas y exaltación popular. Todos ahí frente a la plaza del ayuntamiento, una muchedumbre convertida en un mar blanco y rojo de almas unidas a una causa, a una tradición, a una memorable celebración, sanfermines. El clímax se aproximaba cuando las puertas del balcón que daba a la plaza se abrieron. Desde allí, se podía ver al burgomaestre acercándose, mientras el júbilo popular crecía y creaba ondas telúricas. Todos expectantes y eufóricos esperando las palabras de apertura para colocar sus pañuelos rojos alrededor del cuello. El alcalde ha salido y a la voz de ¡pamplonesas y pamploneses! la multitud estalló en éxtasis colectivo celebrando la llegada de sanfermines. 

LA DECISIÓN

Juan Vidal Herrada

Corrí desesperadamente, apretando la niña contra mi pecho. No supe, cómo ni porqué, me vi en medio de la vía. Los gritos de la muchedumbre enardecida ahogaban mi voz. La bestia saltaba de un lugar a otro con su embestida fatal, provocando risas y llantos que se unían en macabra danza hilando vida y muerte al compás de una multitud alocada. Miré horrorizada hacia atrás, al sentir sobre mi espalda los terribles bufidos, y en ese instante un baldío traspié hizo que mi cuerpo cayera al piso agarrando en desesperado intento a la pequeña que quedó ilesa a poco de mí. Levanté la vista y quedé petrificada. Los ojos enormes del toro bravío me miraban con el tono rojo de sus iris gigantes, mientras unas gotas de sangre caían muy lentamente, entre resople y resople, de su agitada nariz. Se hizo un silencio indeleble. Tendí mis manos hacia la niña presintiendo el golpe y apreté con rabia infinita mis escuálidos puños desafiando al contrario invencible, que retrocedió buscando el inicio de su carrera mortal. Escarbó la calle con sus patas, movió con extrañeza su enorme cabeza, y en un giro inesperado, incomprensible, corrió a toda velocidad hacia la calle vacía. 

EL ACTO (POR ANTONOMASIA)

Juan López Asensio

Por lo breve del gozo, los preliminares deben sumarse a los recuerdos. Al comienzo, la cadencia es pausada. No tarda en incrementarse la velocidad, tensionada por los bordes. En plena faena, el ritmo aumenta, los roces fluyen y los nervios afloran. Pronto, el corazón está a punto de explotar. Ellas quieren que el tiempo se detenga, que el clímax se demore; ellos saben que la prisa conduce a una eclosión que dura un tiempo breve. Las bocas se secan y el calor abraza. Del rumor en alza se pasa a la exclamación. Los gemidos femeninos de desfogue dan rienda al chillido, a la turbación y a la respiración agitada. Los varones dicen ¡aún no!, ¡ahora, sí!,¡ahora sí!,… —se ve que la oratoria no es su fuerte, ni que hay desgaste de neuronas— La máxima emoción se acompaña del grito que emana de los tendidos y del escalofrío que agita las entrañas, justo en el instante en el que un Jandilla asoma su cornamenta junto al portón del final del callejón de la plaza de toros de Pamplona —donde el adoquín se entrega al albero— cuando el toro que conduce la manada cabecea contra el chico que ha caído, ante sus astas, al ruedo. 

LA CUESTA DE ESTAFETA

Juan Alberto Puyana Dominguez

Inspira, espira…
Primero fueron los meses de preparación y luego lo demás: el día del encierro, el pañuelo rojo sobre la camisa blanca, el frescor de la mañana por esa inoportuna llovizna veraniega que hacía más difícil la carrera, el chapoteo en los charcos, aquel esguince mal curado diciendo «hola, estoy aquí», los dientes apretados, los mozos quedándose atrás, de nuevo el dolor en el tobillo, los morlacos que se acercaban… y los empujones, y el sonido de la respiración de los toros apenas a un palmo, y a apretar más la marcha, y el tobillo que ya quema, y la curva de Estafeta que consigo superar antes de subirme a una valla, y el júbilo, y mis lágrimas por la emoción de saber que un año más cumplo con mi tradición…
Inspira, espira…
Ahora el trabajo duro lo hace el respirador de la UCI. Un cáncer consiguió cornearme para postrarme en una cama y me juro a mí mismo que daré la vuelta a la situación y cambiaré el pijama de hospital por una camisa blanca y un pañuelo rojo. Y que una vez más superaré la curva de Estafeta con la misma fuerza de siempre y con la ayuda de San Fermín.