XIV Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín
EL DÍA Y LA HORA.
Juan Pablo Lizárraga Zambrano
Al amanecer ya estaba de blanco, faja anudada a la izquierda y pañuelo rojo al cuello, vestido como debe ser para su cita con el destino: era el día.
Temprano bajó por la cuesta con un diario enrollado en la mano por donde descargaba la emoción del inminente encuentro. Entre mozos y canticos se encomendó al Santo en la hornacina para luego colocarse calle arriba. Guiris saltaban y cantaban sin comprender la seriedad del rito, pero dentro de él hubo silencio, sólo escuchando su corazón latiendo a mil, esperando el momento de la cita que tanto soñó.
Ocho en punto de la mañana sonó el cohete, había llegado la hora.
No sabemos si cogió toro, terminó arrollado, presto San Fermín le hizo el quite o quizás sólo hizo lo mejor que pudo con honestidad y dignidad. La certeza es que aquella fue una cita con la muerte… para sentirse más vivo que nunca.
Feliz, brindando en un bar de Estafeta junto a las abiertas almas Pamplonesas se prometió volver y hasta que Dios quiera estar puntual… el día y la hora.
¿QUÉ ES?
Juan Pablo Goñi Capurro
—Que no es la bebida, ni el calor, ni la euforia, ni las mareas de gente vestida de blanco, ni los pañuelos rojos, ni la adrenalina de las corridas, ni el griterío, ni los mismos toros…
—¿Qué es San Fermín, entonces?
—Pues…
—¿San Fermín sin toros, sin gente de blanco, sin pañuelos rojos, sin euforia, sin encierro?, ¿te escuchas?, ¿de qué hablas, Francisco?
—Pues claro que posee todo eso, y más también, camaradería, amor, tradición… Tiene todo eso, pero no es eso.
—¡Me c…! ¿Qué es San Fermín, entonces? ¿Puedes decírmelo de una vez?
—Pues… No, José, no puedo decírtelo, San Fermín es una cosa diferente para cada uno, es único, recién cuando lo vives sabes qué es, qué tiene guardado para ti.
SESIÓN FOTOGRÁFICA
Juan Pedro Martín Escolar-noriega
Lo vi por primera vez en la atestada plaza del Ayuntamiento la mañana del chupinazo. Al día siguiente me lo volví a encontrar entre brumas de alcohol acodado en ese bar de San Nicolás donde todos iban vestidos de blanco con la faja y el pañuelo rojos, pero sus ojos eran un faro que me conducían hacia él. Hablamos unos minutos y ya no nos pudimos separar en ningún momento en los días en que duraron aquellos sanfermines. La madrugada del 16 de julio, desierta ya la ciudad tras el pobre de mí, me hizo posar desnuda tras los arcos ojivales de los jardines de la Taconera cuando ya empezaba a amanecer y mi cuerpo era iluminado por una pequeña lámpara. Escuchaba, entre los disparos de su cámara fotográfica, una Pentax de 51,4 megapíxeles y un objetivo muy potente, su aliento excitado tras ese árbol con sus ojos fijos en mis pechos en los que los pezones se habían endurecido por el relente de la noche. En el fondo, yo me estaba poniendo cada vez más caliente imaginando cómo sería tener sexo con él cuando acabase la sesión fotográfica y me empotrase contra aquella hermosa haya cubierta de musgo antes de despedirnos para siempre.
LOS OCHO DE TADEO
Juana María Igarreta Egúzquiza
¿Os habéis preguntado alguna vez cómo se ve Pamplona a cuatro metros de altura? Posiblemente, no. Pero es normal, vosotros no sois gigantes.
Corría el año 1860 cuando Tadeo Amorena, en su casa de la calle Tornerías, hoy San Nicolás, tuvo una gran idea. Bueno, más bien una idea gigante; y gracias a él, hoy estamos aquí los ocho. Tadeo nos creó de un tamaño acorde a nuestro cometido que, en Pamplona y por San Fermín, requiere tener una gran altura de miras; mayor, incluso, que la del alcalde de turno. Éste, aun desfilando solemnemente con su séquito en Cuerpo de Ciudad, bien incline su bastón de mando hacia la derecha, bien lo haga hacia la izquierda, nunca logra despertar el clamor popular que levanta nuestra presencia en las calles. Nuestras imágenes cosmopolitas hechizan a niños y mayores, colmando de júbilo los corazones de pamploneses y visitantes, en total sintonía con el espíritu acogedor de estas fiestas.
Ha pasado más de siglo y medio desde aquellos sanfermines que nos vieron nacer. Si Tadeo levantara la cabeza, sus ojos de maestro pintor se desharían en lágrimas, viendo cómo sus ocho criaturas contribuyen a que la fama de las fiestas de su querida Pamplona sea… ¡GIGAAANTE!
DESTINADO AL PARAÍSO
Juanma Velasco Centelles
Un día. Según las ordenanzas imperantes, bastaba con uno para diagnosticar el estado geográfico encomendado y elevarlo a la superioridad. Sin embargo, para Gabriel, sin apellido, aquel 6 de julio había desestructurado su jurisprudencia acumulada en misiones anteriores.
Aquel océano arbolado de sonidos, aquella inundación del color en la que preponderaban lo colorado y lo blanco, la pleamar lúdica produciéndose ordenada en su caos; los cánticos dispares sazonando las euforias, el ceremonial atávico confiriendo una personalidad insoslayable a Pamplona: su destino sobre el que emitir informe evolutivo de la especie humana para que, junto a los millares de destacados homónimos planetarios, el Supremo pudiera corregir las desviaciones observadas.
Gabriel medraba solo por el casco viejo. La mañana presentaba la rugosidad amable de lo imprevisto. Pese a su desarraigo, se asombró de los múltiples ofrecimientos: vino y derivados, ajoarriero, pinchos…; todo era generosidad surgida de lo anónimo. Incluso unas manos femeninas le acabaron imponiendo un pañuelo rojo alrededor del cuello y se sorprendió tarareando una jotica interrumpida por el estruendo de las doce.
Rafael, en su condición de ángel enviado, izó sus ojos al azul para solicitar una prórroga.
– Dios, ¿por qué no me habías mencionado que existe otro cielo? Necesito una semana.