A nadie sorprendió que bautizaran como ONALD al negocio de representaciones que habían abierto varios años atrás. Ronald Peachcutt y Donald Limack se habían conocido en la universidad y su amistad la forjó una afición común: el vino. Los dos tuvieron claro que, a falta de recursos para montar una bodega, al menos harían de su afición su modo de vida dedicándose a la comercialización de lo que otros producían.
Progresaron. Y decidieron desarrollar una nueva línea de distribución de vinos extranjeros. Estados Unidos era sólo el cuarto productor mundial de vinos, así que tenía que haber mucho vino ahí fuera. Lógicamente se dieron al burdeos, y no les fue mal. Eso les animó a probar con otras regiones, y afianzaron su cartera con chiantis, riojas y unos vinos chilenos inesperadamente rentables. No podían tardar en incorporar novedades. Buena parte de su clientela se fiaba ya de ellos a ojos cerrados, y no discutía su criterio a la hora de seleccionar caldos.
Donald llevaba tiempo tras la idea de viajar a conocer alguna bodega cerca de Pamplona. Al acabar sus estudios había hecho con unos amigos el consabido tour por Europa que incluía una inmersión sanferminera de tres días. Pero el amor, encarnado en una impresionante pelirroja sudafricana, le retuvo más días de los previstos en París. Optó por sacrificar el resto del recorrido, y siempre pensó que fue un acierto. Sin embargo, quería quitarse la espina de no haber conocido las fiestas más famosas del mundo.
Convenció a Ronald, y tras varios meses de trabajo de selección, llegó el momento de desplazarse a cerrar el acuerdo con Bodegas Infante de Viana. Los directivos navarros les habían invitado a conocer sus instalaciones en plenos sanfermines. Por fin había llegado su oportunidad de participar en la fiesta del encierro y del salto de la fuente.
Llegaron el 6 de julio. Ellos y dos de sus empleados. El director comercial y el contable (éste último viajaba porque era el único que hablaba español en la empresa). Pasaron dos días conociendo los campos y las instalaciones de la bodega, el acuerdo era inminente, pero faltaba lo más importante: correr en el encierro y tirarse de la fuente.
El 9 de julio volvían a Albany. Así que tenían que darlo todo el 8. Llegaron a Pamplona a la hora de comer. Los de la bodega se estiraron, y pudieron disfrutar de un reservado en el Europa. Poco antes de entrar habían tenido un poco de tiempo para cambiarse y ponerse el atuendo sanferminero. No tenían otra obsesión que participar de lleno en la fiesta corriendo el encierro y tirándose de la fuente.
Pues bien, tras la comida, pulsaron el ambiente callejero. Tenían entrada para los toros en sol, donde les hicieron sentirse uno más, salieron con las peñas saltando como energúmenos, reventaron la noche, el comercial y el contable aprovecharon la ocasión para salir del armario, y todavía hoy ninguno sabe cómo ni cuándo llegó al hotel.
Les despertaron un par de horas antes de la salida de su tren, y aún tuvieron tiempo de ver con asombro el hervidero que era la calle a media mañana. Decepcionados por no haber podido levantarse para correr el encierro, y por no haber podido ni llegar a la fuente de Navarrería, …. un momento…. ¿decepcionados? ………… ¡¡¡ no !!!, una sonrisilla de satisfacción perfilaba los rostros de los americanos, que plácidamente dormidos con el traqueteo del tren, revivían en sueños la repetición de las mejores jugadas.