XVII Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín
EL PAÑUELO ROJO ERA LA VERDAD DE LA VIDA.
Jesús De La Ossa Abril
El pañuelo rojo era la verdad de la vida.
El toro, su consecuencia.
Navegábamos al filo del amanecer, rendidos de espuma y fiebre, sobre el frío adoquín de Pamplona. Los sueños calzaban zapatillas blancas y sonrisas que el tiempo, por más que quiso, no logró borrar.
La juventud era correr delante del viento, juntar papeles contra ese vendaval inasible; era, también, el intento de aovillar el destino en un San Fermín que se volvió eterno.
La muchedumbre espera el milagro: la chispa de lo trascendente.
Mientras tanto, el escritor —ese alquimista de instantes— convierte la anécdota en grandeza, lo fugaz en identidad.
Sobre el laberinto de la soledad, sobre el realismo mágico que pisan los pies descalzos del rito, edificamos cada año la pureza de lo absoluto: una comunión entre tablas y cuernos, entre temblor y coraje.
Preciso como las gaviotas, el reloj nos marca.
Pamplona no es sólo una fiesta.
Es una teoría de la Fiesta.
Una alegoría que sólo se comprende desde su niebla, desde el andamiaje humano que la envuelve como una segunda piel.
Y en ese escenario —transfigurado y transfigurador— se puede, acaso, comprar el destino.
FIELES A SU CITA
Jesús Navarro Lahera
Un seis de julio más, y después de arreglar a Miguel, me fui al cuarto de Teresa antes de que se nos hiciera tarde. Entré y la vi sentada en la cama, con el camisón puesto, aunque ya llevaba a la cintura la faja roja y anudado al cuello el pañuelo del mismo color. Sonreí y le dije que primero tenía que ponerse la falda y la camisa, y ella respondió con tono malhumorado que prefería llevar pantalón, y añadió que me diera prisa, que no quería perderse por nada del mundo el Chupinazo.
Aunque era más fácil vestirla con falda, opté por no llevarle la contraria y la ayudé primero con los botones de la camisa, y luego la tumbé para ponerle el pantalón. Después, ya con el atuendo sanferminero, ella, coqueta a pesar de los años, insistió en que quería llevar una diadema u otro adorno en el pelo, y yo, tras lanzar un suspiro, me dirigí a la habitación donde tenía mis cosas y cogí un sombrero en tono escarlata que le encasqueté en la cabeza. Entonces, por fin, salimos juntas al pasillo y caminamos hacia la sala de televisión, donde ya estaban, felices, el resto de abuelitos de la residencia.
SAGRADO MOMENTO DEL BOCATA
Jesús Jiménez Reinaldo
El momento más importante de mis fiestas es siempre el mismo: entre el tercer y cuarto toro de la corrida, en el tendido de sol, saco mi bocadillo de tortilla de la ama y me lo como a mi ritmo, solo pendiente de mi respiración y de mi estómago, así la faena del maestro esté siendo de antología, que yo vengo al evento por los colegas y no por los toros, para comerme el bocata y compartir la bota y el calimocho, lanzar harina a la concurrencia y partirme el culo con los tontos del tendido de sombra, que tampoco sé yo muy bien a qué vienen si protestan por todo.
Ahora mismo hay mucho ruido, mucha charanga, mucha hostia, y casi no puedo concentrarme en la masticación, hasta trece veces por bocado, como leí en no sé dónde. Estoy viviendo para dentro, como a mí me gusta cuando muerdo y mastico. La plaza trepida, se mueven las gradas y la concurrencia sale a la carrera dando alaridos hacia los vomitorios; es como un terremoto después de otro, un terremoto al cuadrado. Pero yo, de aquí, no me muevo mientras me quede tajo pendiente entre las hojas del papel de aluminio.
EL CHUPINAZO
Jesús Clavería Fuentes
EL CHUPINAZO
Don Augusto, invitado de honor e hijo predilecto de la ciudad, apareció muerto en la habitación de su hotel abrazado a una botella de vodka vacía. ¿Homicidio o simple fatalidad?, rezaban los titulares de prensa al día siguiente. Alertados por la noticia, dos pingüinos que regresaban a casa de madrugada declararon ante la policía haber visto a un energúmeno dando tumbos por la Plaza del Castillo. “Caminaba como lagarto a dos patas”, dijeron. Aquella descripción fue definitiva. Lo encontraron dos horas después, totalmente dormido y deshecho por la borrachera junto a la iglesia de San Lorenzo. Amaneció con dolor de cabeza. Aun así, durante el interrogatorio, demostró una sinceridad inusual cuando reconoció haber estado en la habitación de los hechos:
-Me desperté con sed, -confesó-. Pensé que era agua; pero aquello sabía a trilita.
-Entonces… ¿me quiere hacer creer que don Augusto murió del susto? – se burló el comisario.
¡Y yo qué sé! – protestó llorando el dinosaurio – Le tengo dicho que cuando desperté ese hombre ya estaba allí.