Guía


Visitantes 5

El lunes terminaba para muchos de nosotros la Semana Santa. Cinco días aprovechados para descansar, hacer deporte visitando la montaña o visitando países o ciudades más o menos lejanos. Los que nos quedamos aquí nos convertimos en anfitriones de todos los que viene a celebrar estos días a Pamplona. Es evidente que la Semana Santa y las Fiestas de San Fermín son las épocas donde más turistas recibe la ciudad. Pero, ¿qué vienen buscando los turistas a Pamplona? ¿Son el mismo tipo de visitante los de ahora y los de Julio? ¿Buscan el mismo ocio?

Está claro que la gente que viene a disfrutar de las Fiestas sanfermineras suele ser gente más joven que los visitantes de Semana Santa. También es obvio que tenemos muchos más guiris en Julio que ahora, donde nuestros vecinos y los catalanes son mayoría.  Pero lo que buscan unos y otros parece que no es tan distinto. Esta semana pude leer que los que vienen a Pamplona en Semana Santa vienen en busca de gastronomía. Vienen a degustar pintxos y beber vino. Suelen pasar el día sin salir de lo viejo, paseando por el recorrido del encierro y dedicando su estancia al pintxo-pote. Porque parece ser que la oferta cultural que ofrece la ciudad no es lo que atrae a los visitantes. Ni los monumentos que la adornan parecen de especial interés para los viajeros si no están relacionados con las Fiestas. Las estadísticas también dicen que la gran mayoría viene a pasar sólo un día y no hacen noche, lo que me lleva a pensar que consideran que doce horas son suficientes para ver lo más interesante de Pamplona.

Esto lleva a la pregunta de si son los Sanfermines el único reclamo turístico de esta ciudad. Y si es así, ¿por qué no se promocionan más durante el resto de año para intentar que los turistas pasen más tiempo en la ciudad? Y si por otra parte, y como yo creo, los atractivos que ofrece Pamplona y alrededores son muchos, ¿por qué no se venden mejor para intentar ver a gente más allá de lo viejo?

Quizás las autoridades piensen que tener unas fiestas internacionalmente conocidas sea suficiente como reclamo turístico. O quizás piensen que Pamplona no tiene mucho más que ofrecer. En cualquier caso espero que los que hayan venido lo hayan disfrutado y se vayan con una buena imagen de la ciudad y de sus (im)perfectos anfitriones.


Mis bares favoritos (I) 4

Ahora que afrontamos el último trimestre y son solo dos los dígitos de la cuenta atrás sanferminera, es momento de empezar a hacer planes para esos aburridos días que van del 6 al 14 de julio.

Y esos planes deben incluir, entre muchísimas otras cosas, abrevaderos y repostaderos donde cubrir las necesidades líquidas y sólidas.

Después de tanto ayuno y abstinencia voy a recomendar, pues, un buen bar donde alimentarse a gusto en San Fermín. Siempre he dicho que esas no son fechas, precisamente, para acudir a restaurantes de postín. La razón no es otra que al estar todo el día en un pienso y medio cocido, no merece la pena gastarse un dineral en una comilona o una cena que tu paladar sea incapaz de disfrutar.

Por eso hay que saber buscarse un sitio en donde puedas alimentarte y, desde luego, pasar un buen rato.

Y para mí, y para mucha otra gente, uno de los mejores sitios para ello es el Burgos de Iruña, antiguo Alemán, en la plaza de Navarrería.

Tienen una buena barra de pintxos y una carta estupenda que si tienes la suerte de encontrar mesa libre podrás disfrutar cómodamente sentado y si no, acodado en un barril o en la propia barra. Si ando por ahí, no me gusta perderme unas rabas y, dependiendo del nivel de saciedad de mi estómago, una tostada de solomillo de cerdo con queso brie, por ejemplo. También tienen bocatas contundentes, como el de tortilla de jamón y queso en pa amb tumaquet. Dicen que las ensaladas son bastante buenas y siempre me zampo un plato de espárragos si no tengo hambre después de la merienda de los toros.

Pero yo, desde luego, cuando más disfruto es cualquier día tontorrón de esos de entre semana, cuando tu cuerpo sanferminero anda para poco y, oye, te arreas un plato combinao, una botella de tinto (tienen una carta de vinos bastante maja) y un par de patxaranes y como nuevo. No sé cómo no lo financia la Seguridad Social.

Y, como en todos los buenos bares, si importante es la calidad, más lo es la calidez de sus currelas, John, Joserra, Lucía y toda la plantilla que está ahí, no solo en Sanfermines, sino también el resto del año.


Entre las 6 y las 9 3

Yo he sido un habitual de la Plaza de Toros desde txikito. Iba con mis padres desde que tenía 6 años y lo hice durante muchos años de manera ininterrumpida. Llegada la adolescencia dejé la compañía paterna para enrolarme en las filas de los “juerguistas de sol”. Varios años en la andanada disfrutando de las grandes tardes que nos brindaron los coletudos y los brebajes de los que dábamos cuenta sin piedad. Pero llegada la primavera de no sé qué año, mis acompañantes de sol me comunicaron que ese año no iban a coger abono. Que no irían a la Monumental más que un día o dos. Y aquí fue cuando surgió mi gran pregunta. ¿Qué se puede hacer en Pamplona en esas tres horas que van de las 18:00 a las 21:00?

Desde crío pensé que durante la corrida de la Feria del Toro, Pamplona se paralizaba. Se quedaba vacía. Nadie por la calle. 20.000 almas en la plaza era medio Pamplona. Los que no iban a los toros permanecían en casa viendo por la tele clásicos veraniegos tipo “Los Goonies” o “Tú a Boston y yo a California”. Saldrían a las 20h de sus guaridas para ver como nosotros salimos de los toros y luego ver los fuegos. Y como el plan de mis amigos era no salir de casa hasta la hora de cenar, empecé a entrar en un estado de ansiedad, solo superado cuando conseguí entradas para el 7 y el 8. Y como no tenía intención de pegarme todo el día en casa, organicé con otros tres amigos una comida para el 9. Y tras comer nos acercamos a la Estafeta. Y vimos pasar con envidia a la peñas rumbo a sus tendidos. Y los más atrasados corriendo con sus neveras y cubos. Y luego a un grupo de gabatxos ensabanados cantando al grito de Remý Martí. Y de ahí fuimos a San Nicolás donde una txaranga hacía las delicias de los allí bebidos al son de “A que te como el txotxogorri”. Y la calle estaba llena. Igual que Navarrería cuando subimos a esperar al Irrintzi. Con artistas callejeros rodeados del humo de los porros con sus bongos y diábolos. Y la sorpresa de que Pamplona no se quedaba desierta entre las 18h y las 21h. Y que en Pamplona ni se duerme ni se descansa. Que en cualquier momento del día tienes gente con la que disfrutar. Y al día siguiente después de comer nos fuimos a la verbena de Anttoniutti que estaba a reventar. Y al día siguiente a un abarrotado Labrit a ver la pelota…

Y ese año me di cuenta de que en los toros uno se lo pasa de lujo, pero también de que hay cosas más allá del coso, algo para mí desconocido hasta entonces. Y aunque al año siguiente y al otro volvimos a coger abono para la andanada, ese año supe que Pamplona no se quedaba desierta y aburrida mientras los demás estábamos en los toros. Y que en Pamplona hay mucha fiesta entre las 6 y las 9, aunque algún acérrimo veterano piense que en ese rato solo se disfruta en los toros.


Bebidas – Edariak 4

Los nueve días de juerga sanferminera nos dan para mucho en el tema de bebidas. Si bien el resto del año, con el típico kalimotxo y algún digestivo podemos pasar sin mayores alardes, la fuerza de la fiesta pamplonesa hace que tengamos margen para probar otros tipos de bebestibles.

En primer lugar podemos definir la cosa por días. El día seis y tras haber brindado con champán, no se puede hacer otra cosa que pedir katxis, bien de cerveza o bien de kalimotxo. Beber otra cosa o en otro recipiente, es de gente mayor. Para los días siguientes y dada la tarea que sabemos que hay, es interesante el aguantar el mayor tiempo posible con estas dos bebidas, hasta que el cuerpo empieza a quejarse y entonces y sólo entonces, debemos proporcionarle cubatas. Pero todos sabemos que llega un momento en el excesivo gas de los refrescos acaban por reventar el estómago lo cual nos hace que llegue el momento el día trece y el catorce de recurrir al milagroso “lugumba” es decir, kaiku de chocolate con cognac. En ocasiones es complicado encontrar lugares donde tengan de ambos, sobre todo si tienes un amigo raro que prefiere con vainilla, pero merece la pena. Sólo tiene un par de peros, el desagradable color marrón con el que acaba la camiseta, nada que no se supere con un buen lejiazo por otra parte, y la resaca si te has pasado la noche anterior, ya que tiende a ser pesada. (De unos 25-30 kg. encima de tu cabeza, aproximadamente). Entre ambos días, el de los cubatas y el de los lugumbas, se puede hacer un día temático, por ejemplo: Mojito Eguna, o Txupito Eguna.

Pero también podemos definirlo por momentos. Recién llegado al primer bar, clásicos como el vino blanco, o una caña con limón nos ayudan a entrar en batalla. Para los más elegantes, un bloody mary, también es un recuperador de cuerpo oficial a eso de media mañana. Para el pote de antes de los toros, pacharán, moscatel o el mismo cubata va bien. En los últimos tiempos, el vozka o la ginebra con bisolán están ganando adeptos a esta hora, ya que en ningún momento debemos despreciar la vitamina C que nos proporciona este novedoso combinado. Durante los toros, están la clásica sangría o el sorbete, pero últimamente también hay sitio para el glamour con diversos cócteles que ayudan a no deshidratarse. Para después de la noche, el caldico, siempre con chorrico, también es un clásico. Y para la resaca una botella de acuarius de litro y medio siempre debe estar dispuesta en la nevera.


Una grieta en la muralla 4

En el aire de la ciudad flotaba un olor a mierda que ya nada ni nadie podían tapar. Junto al portal de mi casa había un cajero que, para que nadie se meara dentro,  los del banco habían protegido con una valla que decía: “Esto no es un servicio público”. Pero últimamente la gente no estaba para bromitas, ni para provocaciones, y menos por parte de los bancos. La gente de lo que tenía ganas era de pegarles fuego, pero de momento se conformaban con cagarse en ellos. Así que desde el cajero subía como una enredadera aquel olor a cuadra. A orines de todos los colores y concursos de quién mea más alto. A kalimotxo en polvo rumiado con humo de hachís culero. A roña y cadáveres escondidos debajo de una alfombra en la que se leía Ongi etorri.

Estábamos en San Fermín.

Era la hora de la siesta y hacía un calor horrible. A través de la ventana el aire parecía un plástico que se quemaba y formaba pliegues caprichosos. En el tendedero de enfrente el tanga de mi vecina ondeaba como una bandera entre las del ayuntamiento, las ikurriñas de algunos balcones y los banderines de Heineken.  En la calle,  dos borrachos bailaban juntos y luego se daban de hostias y después volvían a bailar, tan amigos. Me pareció ver pasando entre ambos a  un pirado con un gorro y una bufanda de lana y por un momento pensé en C, mi antiguo jefe, pero después me dije que era cosa del calor y de la resaca. Como si mirara todo aquello a través de la botella de patxarán Zoco que me había pimplado el día anterior, por puro aburrimiento, esperando por si venía algún cliente. En San Fermín nunca se sabía: los celosos se volvían más celosos, a los que estaban de baja laboral se les curaban todos los males, tirar a alguien por una muralla siempre podía colar como un accidente…

—¡Dindón! —sonó el timbre del portero automático.

A través de la cámara vi que era el tipo del gorro y la bufanda. C. Inconfundible. Había trabajado durante mucho tiempo para él como guardaespaldas y me sabía de pe a pa toda la coreografía de su cuerpo. Claro que ahora cualquiera lo reconocía al primer vistazo; ahora que no se quitaba aquel gorro y aquella bufanda de lana ni para mear; ni siquiera un día de julio como aquel, cuando sobre los capós de los coches se podían freír unos huevos fritos con txistorra.

Abrí la puerta. Todo el mundo decía que C estaba como una chota desde el Murallazo, aquel sucio y grotesco asunto que había acabado con su carrera política, pero a mí me parecía más cuerdo que nunca;  desde luego más que la mayoría de los que seguían en sus poltronas, tan tranquilos, con la que estaba cayendo.

—¿Cómo te va, Chavelo? —me saludó.

Él mismo me puso aquel mote, una noche de farra, en un karaoke, en la que yo acabé cantando una de Chavela Vargas y disparando al techo con mi cacharra.

—Podría irme mejor. ¿Y a ti?

—Podría irme peor.

C se quitó el gorro y la bufanda y debajo de ellos apareció una especie de sombra de lo que había sido. Estaba más delgado y medio calvo. Cualquiera diría que hacía solo un año le habían dado el premio al diputado con el cabello más bonito.  También había sido premio Pico de Oro. Su nombre, incluso, había sonado como ministrable.

—Si no hubiera sido por la innombrable habría tocado pelo —solía decirme.

A C algunos se la tenían jurada en Pamplona. Sabía algunas cosas. Y los demás no sabían demasiadas cosas sobre él. Líos de faldas. Alguna veleidad literaria. Poco más. C también disparaba de vez en cuando al techo pero no tenía muertos en el jardín.  O los tenía muy bien enterrados. Cuando se fue a Madrid y los “mireusted” le bailaron el agua se creyó más poderoso de lo que era. Empezó a enredar. A airear los trapos sucios del terruño. Toda la porquería guardada en la caja fuerte,  esa que habían apandado los mismos que debían custodiarla. C midió mal sus fuerzas y las de sus adversarios. Con el dinero no se juega. Le tendieron una trampa. Un email anónimo. Un sobre para recoger escondido en una grieta de la muralla. Información jugosa sobre la innombrable…    Está todo en las hemerotecas. Lo que está escrito y lo que no. Para quien sepa leer, claro.

—Cuando me enteré te hubiera metido una hostia —le dije, mientras desde la calle subía el latido de un tambor, como un corazón bombeando sangre.

Pensé en todas las mañanas que me había agachado para mirar debajo de su coche. En todos los jarraitus que se cruzaban con nosotros y lo encañonaban con los ojos. En todas las veces que tuve que mirar incómodo para otro lado cuando magreaba a su novia. Todo para que el muy ababol saliera a recoger un paquete, solo y a  medianoche, creyendo que un gorro y una bufanda iban a bastar para taparle, para protegerle y que no le estallara en la cara.

—Sí, una buena hostia —añadí.

—Fue una trampa —se defendió él.

Era la misma cantinela que venía repitiendo hace un año. Desde que lo trincaron los picolos, cuando fue a recoger el sobre. Después supo lo del otro anónimo, chantajeando a la innombrable. Si no quería que se revelara cierto asunto relacionado con unos coches debía dejar 25 de los grandes en una grieta de la muralla. La misma en la que C fue a recoger el sobre.

—Sí, fue una trampa, todos los sabemos, pero tú te has quedado atrapado para siempre en ella. Ababol.

Lo ridiculizaron. Sacaron fotomontajes en Internet. Escribieron relatos de género negro chuscos que él protagonizaba. Hubo peregrinaciones de curiosos a la grieta de la muralla y manifestaciones del 15M y de los vascos que acababan en ese lugar… Pero él se puso farruco. Si tanta gracia les hacía lo del gorro y la bufanda se iban a reír a base de bien. Hasta que les doliera la tripa. Hasta que tuvieran agujetas en la conciencia.  No pensaba quitárselos hasta que todo se aclarara. Iba a ir bien tapado para que todos le vieran. Porque no tenía nada que ocultar ni de lo que avergonzarse.

—Nada es para siempre, Chavelo.

Y en efecto, hubo risas. Al principio. Después dijeron que se le había ido la olla. Pero cada vez que alguien lo decía en la boca se le quedaba el regusto amargo de la duda. ¿Qué necesidad tenía de hacer todo eso? Él, que iba para ministro y que tenía el pelo más bonito de todo el parlamento. En el fondo, todos esperaban que algún día contara lo que sabía. Aunque no ganara nada con ello, excepto salvar su orgullo.

—Sé quién envió esos anónimos —soltó, de repente.

—¿No te habrán dejado su nombre en un sobre, en una grieta de la muralla?

—No me toques los huevos, Chavelo. Va en serio. Solo necesito la ayuda de un profesional. Del mejor profesional.

C me miró a los ojos. Sabía que no podía decirle que no.

—Y ese soy yo ¿no? —caí en la trampa

De hecho, me lancé de cabeza a ella. Me pareció que fuera lo que fuera no podía ser más peligroso que volver a pimplarme otra botella de patxarán Zoco a solas.

Después C se levantó, acercó su boca a mi oreja, susurró un nombre y se despidió.

—Volveremos a vernos pronto —dijo.

Mientras él bajaba por las escaleras a mi mente vinieron imágenes de cabezas de cutos degollados sobre las sábanas de mi cama, mi nombre en los periódicos con un pie de foto que decía “el presunto terrorista”, un acordeonista tocando jotas día y noche en el portal de mi casa, una bala en mi buzón envuelta en un pañuelico rojo con el escudo de Navarra bordado…

Me asomé a la ventana y vi a C atravesar la calle, de nuevo con su ridícula bufanda y su puto gorro de lana. Parecía que se había escapado de la pancarta de una peña. Pero aquello iba en serio. Primero tragué saliva, pero luego me dije que quizás ya iba siendo hora de que el olor a mierda comenzara a disiparse. Nada era para siempre.

Abajo, en la calle, uno de los dos borrachos se acercó al cajero automático. Miró un par de veces hacia los lados y después metió la mano por debajo de su blusa. Me pregunté si se sacaría la chorra  o un mechero.