Venta ambulante y prejuicios
Quienes me conocen saben que es difícil sacarme de mi barrio durante las fiestas de San Fermín. Pero, aunque no lo parezca, salgo. A veces. Y, por supuesto, tras salir, hay que volver.
Regresaba pues al Casco Viejo una noche sanferminera de esas de entre semana, en las que no hay demasiada gente, por Príncipe de Viana y calle Gorriti. No serían más de las dos de la mañana cuando observé que un todoterreno de lujo anunciaba con el intermitente su intención de meterse en uno de los parkings privados que acompañan a cada portal de esa calle. El caso es que el vehículo -más tanque que coche, todo hay que decirlo- se detuvo y se apeó su conductor, un tipo que ya hacía tiempo que había dejado la mediana edad y que lucía la ropa blanca con elegancia, dinero y estilo. En el momento en el que yo lo alcanzaba le vi agacharse y sacudir unos bultos que había en la entrada al garaje. Los bultos resultaron ser vendedores ambulantes que estaban durmiendo allí.
Mis prejuicios comenzaron a funcionar y rápido empecé a imaginar al hombre millonetis increpando a esos negros de mierda que le impedían meter el coche en el parking de su casa. A bocinazo limpio. Pues no. A veces te columpias. Y el hombre acomodado lo que hizo fue despertarles y pedirles con inmensa ternura que le dejaran pasar. El prejuicio volvió a funcionar y pensé en mí mismo y en la mala hostia que haría si alguien me despertara a las dos de la mañana. Pero no, los manteros recogieron sus bártulos y no pararon de pedirle perdón al hombre del todoterreno mientras este, a su vez, se deshacía en disculpas por haberles despertado.
Yo seguí mi camino hacia la Estafeta, contento por comprobar que los prejuicios no siempre se cumplen.
Y triste por ver que el sufrimiento de estos hombres es objeto de polémicas políticas y económicas en nuestro ayuntamiento. Creo honestamente que equivocan el foco.