Leyendas


Una historia de ayer 4

Como bien sabéis soy un asiduo asistente a charlas – coloquio que suelen organizarse en sociedades de Pamplona. El otro día acudí a una en la que participaron una interesante ensalada de judías verdes con cigalas y vinagreta de tomate, una fantástica merluza en salsa verde con patatas panadera, y un brillante solomillo de jabalí con compota de manzana y puré de castañas. El moderador fue un clásico, un crianza navarro de gran predicamento entre los presentes.
Estas charlas suelen estar plagadas de historias y anécdotas. Reales o inventadas. O quizás idealizadas por el moderador y el paso del tiempo. Historias que te llevan a la Pamplona de otros tiempos. A los Sanfermines de otros tiempos. A la sociedad de otros tiempos. Pero uno se da cuenta que muchas de ellas pudieron haberse desarrollado tanto hoy como ayer.
De las del ayer, me quedo con una que contó uno de los asistentes ayudado del moderador. El protagonista es un reconocido mozopeña de la época al que llamaremos Fulano. Fulano era conocido en Pamplona. Repartía su devoción entre San Fermín y Baco. Participaba en muchas de las actividades que se organizaban en la ciudad o en la peña, e incluso impulsaba iniciativas populares.
En estas, que la peña de la que era socio organizó un viaje a Bayona para asistir a fiestas de la ciudad hermana. Según comentaban los presentes en la mesa, hace años eran muchas las peñas que organizaban viajes a las fiestas de los pueblos de Iparralde. Estando allá los mozos con la txaranga, empezaron a dar ambiente a las calles y a dar buena cuenta de pipermines, cognacs y brizards. Fulano, a la sazón uno de los organizadores del evento, decidió a media tarde que era momento de guardar la pancarta y los instrumentos en el autobús y seguir la farra. En ese momento se decidió que el autobús saldría a las diez de la noche y que deberían estar todos allí presentes no más tarde de las diez y cuarto. Siguió el día, y el alcohol fue haciendo mella en los mozos pamploneses. Cantando y bailando se iban acercando al autobús en cuadrillas a la hora acordada. Iban apareciendo todos menos Fulano. Las diez. Y cuarto. Y media. Algunos mozos empezaban a impacientarse y pedían la salida del autobús. Como muchos pamploneses iban a Bayona en coches particulares, imaginaron que habría vuelto con alguno de ellos. A las once, y con el enfado de la concurrencia, el autobús partía para Pamplona. Cuando llegaron, los músicos recogieron los instrumentos y un par de mozos la pancarta. Pero cuando la fueron a coger notaron que pesaba mucho, y observaron un bulto. La empezaron a desplegar y se encontraron a Fulano dormido y acurrucado entre aquella tela pintada con dibujos reivindicativos.
Por eso para mí es tan importante acudir a estas charlas-coloquio, porque sabiendo de dónde venimos, sabremos a donde vamos.


Groupies 5

Tomando el sentido más estricto de la expresión (según la wiki) la palabra groupi definiría a la persona que quiere tener intimidad emocional o sexual con un músico famoso. El término se aplicaba más al género femenino que al masculino.
Evidentemente esta definición se ha ido modificando y ampliando y a día de hoy podríamos definir como groupi a la persona (hombre o mujer) que sigue de manera incondicional a su ídolo, ya sea cantante, actor, deportista, etc. Hasta algún que otro escritor tiene hordas de seguidores tras de sí.
Pues el caso es que durante estos Sanfermines me he enterado que algunos de los protagonistas de las fiestas también tienen sus groupies. Ya sabíamos que los grupos musicales que actúan en la Plaza del Castillo o en la Plaza de los Fueros tienen sus groupies que se están horas pegad@s a las vallas de la primera fila del escenario para ver de cerca a sus ídolos. También los cantantes de la Plaza de la Cruz tienen sus groupies, aunque estas suelen ser octogenarias y sin ganas de tener intimidad sexual con ningún miembro de Fórmula V.
Otras groupies tradicionales sanfermineras son las de los toreros. Se agolpan en la entrada al Patio de caballos para ver bajar de la furgo a los diestros. Las que están dentro del Patio se lanzan a darles besos y tirarse fotos. Y la leyenda dice que incluso en los halls de los hoteles alguna groupie espera con el fin de conocer más a fondo a las figuras. Algún locutor taurino acartonado también pensó que su relación con los toreros y su «imponente» presencia le granjearían los favores de alguna groupie, con su consiguiente decepción.
También hay groupies de los Gigantes, de la Pamplonesa, de los divinos, etc… Pero este año me he encontrado con el grupo de groupies más fiel y tenaz. Son las groupies de los txarangueros. Parece ser que los apuestos jóvenes que componen las txarangas, con sus magníficos instrumentos, son seguidos por groupies allá donde toquen. Y en Sanfermines, donde la txaranga pasa tanto tiempo en la calle y los músicos se pueden lucir colectiva e individualmente, me consta que hacen estragos entre la mocería. Siempre que la txaranga para de tocar, veréis a los músicos intentando estrechar lazos con sus seguidoras, incluso dedicándoles actuaciones personalizadas.
Díficil resistirse a un íntimo solo de trompeta o saxo entre el bullicio de la calle. Esto que estoy contando lo confirma el hecho de que más de una pareja se ha formado entre mozapeña y txaranguero al son de «Paquito el Chocolatero» o «Tengo un tractor amarillo».
Por cierto, no os hagáis pasar por torero, porteador de gigante, escritor o músico de txaranga para intentar ligar con una groupie porque no lo conseguiréis. Os lo digo yo.


La fregona – Zoru-garbigailua 3

En San Fermín ocurren cosas  extrañas. La gente realiza actos inexplicables. Sea por el alcohol o por el  cruce de gentes variopintas, vemos cosas dignas de llamar la atención. Por  ejemplo hace muchos años recuerdo que un día seis de julio a eso de la tarde  noche nos encontramos una fregona en la calle San Lorenzo. ¿A quién en su sano  juicio se le ocurre sacar a la basura tal elemento en tan señalado día?

Alguien lo hizo y evidentemente  no lo pudimos pasar por alto. Nos la llevamos de juerga con nosotros hasta el  amanecer.  Recorrimos bares y  txoznas con ella, encontrándole usos en todos los lugares que visitábamos.  Recuerdo como fregamos todos los bares que pisamos y como limpiábamos con ella  las zapatillas de todo el mundo que nos lo pedía.

Camino a las txoznas, en el paseo  Sarasate, unos peruanos tocaban bellas canciones de su tierra.  Allí acudimos fregona en mano a echarles  una mano y tras ver claro que necesitaban un bajista, allí me puse a tocar con  ellos con mi fregona, mientras recaudábamos dinero probablemente más debido a mi  presencia que a su sensual música.

Pero un buen bajista, debe estar  a todo y en las txoznas la fregona convertida hacía tiempo en instrumento  musical  sirvió de elemento de ritmo  a numerosas canciones hasta al amanecer.

Y por esos milagros que pasan en  estas fiestas, increíblemente, tras fregar bares, limpiar zapatillas y ejercer  de bajo hasta altas horas de la mañana, la fregona llegó a casa conmigo. En el  portal una maldita casualidad me esperaba. Todo se había alienado en contra mía  y una vecina de portal había sacado al mismo, un cubo y otra fregona por si  venían a limpiar. Evidentemente no pude hacer otra cosa, el destino estaba  escrito y sin pensarlo siquiera, en un acto reflejo, di el cambiazo y me subí a  casa con la fregona de la vecina, dejando en el cubo a mi fiel compañera de  gaupasa.

Al día siguiente mientras me  duchaba y me preparaba con intención de ir a los toros, oí una conversación  entre mi madre y mi abuela. Esta última comentaba la indignación de su vecina  del cuarto piso, al descubrir que le habían cambiado la fregona.

– ¡Qué  vergüenza de vecindario!

– ¡Y mira  que la mía estaba vieja, pero anda que la que me han dejao!, exclamaba la  legítima dueña.

El hecho de que mi madre viese en  casa una fregona que no le sonaba, a la par del ataque de risa que me dio en el  baño, me terminaron por delatar.


Morir de rodillas frente a la oscuridad de un toril de dos cañones (II) 3

“Señora, todas las historias, si se las lleva hasta el final, acaban con la muerte. (…) No hay hombre más solo a la hora de la muerte, excepto el suicida, que quien ha vivido muchos años con una buena esposa, a la que sobrevive. Si dos personas se aman, la cosa no puede tener un final dichoso”

(Muerte en la tarde Ernest Hemingway)

En mi anterior disertación intenté reflexionar acerca de la conducta suicida que se suele atribuir a los escaladores de alta montaña y a los corredores de los encierros. Era obligado hablar del presunto suicida más famoso que se asocia a la Fiesta. Y digo presunto, pues como aseguraron en su día su esposa Mary Welsh o su buen amigo Juanito Quintana, no me puedo creer que Hemingway se quitara la vida de esa manera. Un escritor, premio Nobel, no tuvo a bien dejar ni una simple nota de despedida e incluso en el cajón de su mesilla quedaron los abonos que él mismo había encargado a Quintana para la feria de ese año 1961.

Ese gigante que devoraba la vida a grandes mordiscos no podía decidir un método tan vulgar. Ese admirador de la valentía de un matador de toros no se podía marchar así, por la puerta falsa, como el torero que se retira entre pitos y una lluvia de almohadillas.

Sí, ya sé que había abandonado hacía pocos días su segundo ingreso en la clínica Mayo de Rochester, en Minnesota, en donde le había derretido el cerebro con sesiones de electrochoques, que había perdido peso y ya no era ese hombretón de más de cien kilos que se carcajeaba en el café Kutz rodeado de admiradoras.

Ya sé que no podía escribir ni una sola línea, a pesar de que se lo había pedido el mismísimo presidente Kennedy para la introducción de un libro, y que lloraba de impotencia sobre la máquina de escribir.

Ya sé que se sentía perseguido por el FBI y que tenía delirios acerca de que le espiaban y que le habían intervenido su teléfono.

También sé que su padre se suicidó, de idéntica manera, y su propia nieta Margaux, y otros cuatro miembros de la familia Hemingway.

Ya lo dice Albert Camus: “Sólo hay un problema filosófico serio: el suicidio”.

Estoy de acuerdo con García Márquez, que al enterarse de la noticia dijo que Hemingway no era de esa clase de hombres que se suicidan.

Habían vuelto de Minnesota en coche, porque preferían no viajar en avión. Mary no estuvo de acuerdo en el alta hospitalaria, pero los médicos la convencieron de que el escritor estaba listo para la vuelta a casa. El regreso fue muy placentero y tardaron unos cinco días en recorrer esos dos mil kilómetros. Aquella noche del 1 de julio había cenado bien y estaba animado. Incluso canturreó alguna canción en italiano mientras se lavaba los dientes. Aprovechando que Mary dormía ya a su lado, descendió las escaleras enfundado en la bata que él llamaba “la túnica del emperador”. Era domingo.

Encuentra las llaves y coge unas de sus favoritas, la que usó alguna vez en sus cacerías en África, y comienza a limpiar la culata y las incrustaciones de plata. Recuerda a su amigo Antonio Ordóñez, cuando se clavaba de rodillas delante de la puerta de toriles en la Monumental de Pamplona a la espera de la salida  toro. El portón de los sustos giraba sobre sus goznes y un túnel negro, de oscuridad inquietante, como los cañones de la escopeta, le hacía contener la respiración. Salía el burel enrabietado por el aguijón de la divisa y se dirigía hacia el torero, que intentaba calcular la distancia adecuada para dar una larga cambiada. Y el gatillo de la escopeta que, sin querer, se va hundiendo bajo los dedos. La muerte se acerca galopando. Se hacía un silencio de velatorio en la plaza, y justo cuando el animal hacía un derrote para voltear a Antonio, éste levantaba el capote y esquivaba la embestida por centímetros… sin embargo, Mary oye un estruendo que la despierta con un sobresalto.

El resto es conocido. Ella bajó apresuradamente y encontró el cadáver de Papá Hemingway del que manaba un río de sangre, y no había subalternos para sacarlo corriendo de allí ni un mal cirujano en la plaza que pudiera suturar esa tremenda cornada.

Ella mantuvo que fue un accidente e incluso Leonardo Padura, escritor cubano, asegura que Hemingway fue acorralado y casi presionado a terminar con su vida debido a la persecución a la que le tenía sometido el FBI por expresa orden de Hoover, con documentos ya desclasificados que así lo atestiguan.

Hemingway, apasionado por la vida, quizá creyó que 61 años eran suficientes, no lo niego, como si la vida fuera esa bota de vino que estrujaba con fruición hasta que saliera aire. En vez de esperar a que la muerte lo alcanzara puesto de rodillas por la enfermedad, prefirió ir rápido a su encuentro, como en un desplante en el que el torero queda a merced del toro.

Pero hay algo que no encaja, pienso que un enamorado de las fiestas de San Fermín como Ernesto no habría elegido esa manera de suicidarse. Creo que hubiera preferido, como Nicolas Cage en Leaving Las Vega, haber vuelto a esta ciudad para decir con lúcida solemnidad aquello de “He venido a Pamplona para matarme bebiendo”.

Y morir tras una noche de juerga, con su blusa de cuadros, recostado en el tendido esperando la entrada de los toros del encierro de una mañana del 7 de julio.

 Notas del autor:

La nieta del escritor, Mariel Hemingway, nació pocos meses después en el mismo lugar donde su abuelo se quitó la vida, en Ketchum, estado de Idaho, y acaba de presentar en el festival de Sundande el documental Running from crazy, que muestra su testimonio sobre la enfermedad mental, muy presente en su familia y los suicidios como trágico acontecimiento habitual entre los Hemingway.

Running form crazy

 

Para quien no lo conozca, aquí os enlazo el corto documental «Apuntes sobre el otro», está dirigido por Sergio Oskman y escrito por Carlos Muguiro y en él se puede observar el lugar donde murió el escritor. Una auténtica delicia.

httpv://www.youtube.com/watch?v=_McbnEoU0WE


Cosas de padres 3

No lo recuerdo con exactitud, pero yo no tendría más de dieciséis años.

Un seis de julio,tras el chupinazo, cuando algunos amigos volvíamos a casa a comer presenciamos una escena, tirando a tierna:

Un niño, al pasar por un jardín junto a Antoniutti, preguntaba a su madre por qué estando el sol en lo alto, podía haber alguien durmiendo en el cesped. Mientras la madres le respondía, a las dos del mediodía, que «era un mozo que dormía para correr mañana en el encierro» uno de nosotros creyó ver algo familiar en el borracho  dormilón.

Al acercarnos, y darle la vuelta, vimos que era Güevo, un compañero de cuadrilla, al que habíamos perdido antes del cohete y al que por lógica, no le había sentado bien los ponches con chocolate en sesión matinal.

Como no vivíamos tan lejos, cargamos con él cual ecce homo y emprendimos camino a su casa. El hombre podía andar con ayuda, e incluso se le entendían algunas palabras, de manera que paramos junto a una fuente para mojarle la cabeza y espabilarlo. Vamos, una escena que habremos protagonizado todos a esas edades pensando que Pamplona es Guasinton y que la gente que pasa al lado no nos conoce de nada.

En pleno «momento fuente», divisé la silueta de mi padre viniendo camino del surtidor  junto a un grupo de amigos que hablaban «de sus cosas». El encuentro iba a ser engorroso:  la hora, el remojón, el amigo borracho…

Mi padre, que era una persona bastante observadora, pasó a tres metros de nosotros en una plaza semivacía, sin que en apariencia reparase en nuestra presencia.

Nunca me atreví a preguntarle si se había hecho el sueco.

En ocasiones, un padre nos hace el mayor de los favores ignorándonos.