Alejandro Pedregosa


San Fermín en Praga 2

Ya estaba un servidor (prácticamente) planchando la ropa blanca, ordenando pañuelos y cerrando agenda de almuerzos y toros cuando, inesperadamente, me escriben para decirme que me han concedido una estancia de dos meses en Praga en un programa de escritores residentes de la UNESCO. ¿Las fechas? Del 4 de julio al 29 de agosto. La primera reacción (lógico) fue saltar de alegría, pero pasada la euforia tomé conciencia de que este año me quedaba sin San Fermín. Sí, sí, ya lo sé (todo el mundo me lo dice), ni Pamplona ni San Fermín se van a mover de donde están (tampoco Praga, podría argumentar alguien) y una oportunidad como ésta hay que aprovecharla. Por supuesto, iré y la aprovecharé, pero que nadie se asombre si el día seis, a las doce, paseando por las calles de Malá Strana, aparece un tipo vestido totalmente de blanco y con un pañuelico rojo al cuello.

Aprovecho también para recordar que la tarde del 29 de junio en el Condestable estaremos Carlos Erice y un servidor presentando una novela gráfica y negra ambientada en San Fermín. Aquí dejo unas imágenes.

Disfrutad de las fiestas. ¡Viva San Fermín!

sanchez1

sanchez2


Historias en blanco y rojo 2

En 2010 publiqué Un extraño lugar para morir, una novela negra ambientaba en Pamplona durante los días de fervor sanferminero. Aquella novela, como es lógico, tenía sus investigadores, sus muertos y sus asesinos; tenía también (de manera latente) todo el cariño y la generosidad que a lo largo de los años yo había recibido de muchos amigos pamploneses. Quizá por eso, porque su origen estaba en la amistad, la novela tuvo cierto éxito y llegó a más de cuatro mil lectores.

Un par de años más tarde, mientras impartía en Granada un curso sobre novela negra, uno de los alumnos se me acercó al final de la clase. Se llamaba José Carlos. Además de escritor aficionado era dibujante, había leído Un extraño lugar…, le había gustado y me pedía permiso para hacer una novela gráfica basada en mi historia. Levanté la ceja. Yo no tenía (ni tengo) la más mínima idea de los resortes que mueven el mundo del cómic y la novela gráfica. Decidimos tomarnos un café para que él me explicara más detenidamente.

Cuatro años ha pasado explicándome el asunto. Cuatro años de intermitentes cafés y alguna que otra caña. Cuatro años en los que mi asombro y mi agradecimiento crecían junto a sus fabulosos dibujos y su manera de quebrar, subvertir y mejorar la historia original. Cuántas veces me he acordado de aquel día que José Carlos se cruzó en mi camino. Cuántas veces no he merecido la suerte que tengo.

Eso sí, para que el resultado final fuera aceptable el dibujante tenía que vivir una verdadera inmersión pamplonica, ¿qué era eso de dibujar Pamplona sin haber estado en sus bares, sin conocer a sus gentes? Me tocó entonces hacer de Cicerone y corresponder en la medida de lo posible al generoso regalo que José Carlos me hacía poniéndole rostro al comisario Uriza, a la inspectora Bea, al muy pamplonés y forense Goñi o al poeta más bobo del mundo, Carmelo Bello.

La semana pasada José Carlos me volvió a llamar; quería enseñarme la versión definitiva. «El libro estará en la calle el mes que viene», me dijo.

Este año, cuando el día seis de julio den las doce y el chupinazo deje un reguero de humo gris en el cielo de Pamplona, levantaré mi copa a la salud de José Carlos, a la salud de sus dibujos y a la salud de todas aquellas historias soñadas en blanco y rojo.


Don de lenguas 5

El sábado pasado fui al bar Fitero para tomar un par de vinos mientras veía el fútbol. Me acomodé en una mesa al fondo. Fútbol vi poco porque nada más sentarme una cuadrilla se me plantó justo delante colonizando con sus cabezas mi ángulo de visión. No me importó demasiado. Las dos personas que tenía frente a mí ofrecían un espectáculo más sugerente que la tele. Se trataba de un joven oriundo intentando explicarle a una mujer de rasgos asiáticos en qué consistía San Fermín.

Dos detalles convertían el espectáculo en maravilloso: a) el chaval estaba borracho, y b) la explicación era en inglés.

Pero no un inglés cualquiera, no. Un inglés nivel navarro que nunca han puesto el pie fuera de España. Un inglés marcado por todos los acentos de la ribera. Un inglés colosal que la Japonesa (de ahora en adelante la llamaremos así) se esforzaba en comprender aunque no siempre con buena fortuna. “¿Yu anderstan mi?”, le preguntaba nuestro paisano cada dos o tres frases; y la japonesa sonreía (más por educación que por otra cosa) y le mantenía la mirada como vaca que ve pasar el tren.

Así, mientras nuestro amigo trasegaba todas las cervezas que le pasaban los amigos de la cuadrilla, le fue instruyendo sobre las peñas (a lot of pipol, very frien… y todo el mundo canta lololo, lolo, lololoooooo… ¿Yu anderstan mi?). Le contó luego el magnífico ambiente que durante esos días impregna la Estafeta (le señalaba a la calle y decía: ¿Yu si? ¿Yu  si ol dis??? Y cuando la Japonesa asentía él contestaba: Pues esto no es nada, in San Fermín… yu cant guolk, you cant guolk… a lot of pipol… ¿Yu anderstan mi?).

Le tocó luego el turno a los encierros, a los toros y a los bailes regionales, pero eso sí, dejando las cosas muy claritas: jiar, no flamenco ni hostias… dis is Navarra… aquí jotas… jotas y dantxas… ¿Yu anderstan mi?

A la postre no sé cómo acabó la cosa porque me largué a ver la segunda parte al Burgalés que tiene la tele más grande, pero tengo para mí que este año el descenso de turistas japoneses será notable… Ni el alcalde de Yamaguchi va a venir…y si no ya veréis, al tiempo.


Los navarros gallegos

Aquel seis de julio unos asuntos laborales nos mantenían lejos de Pamplona. Así que San Fermín no comenzó a las doce sino a las tres de la tarde, en cuanto salimos de una reunión en una alta oficina de Barcelona. Uxue llevaba la ropa preparada en un rincón de la mochila. Antes de abandonar el edificio se metió en el servicio para salir, minutos después, vestida de blanco y con el pañuelico al cuello. Yo esperé a llegar al hotel para ajustarme la faja.

Disfrutamos de un almuerzo tardío y paciente, mientras degustábamos en una terraza de la playa dos buenas botellas de Rioja (pedimos vino navarro pero el restaurante no daba para tanto). Anduvimos luego de arriba para abajo, haciendo turismo y dejándonos ver por la ciudad condal con nuestros atuendos sanfermineros. Algunas personas nos saludaban y susurraban a nuestro paso viva san Fermín (“susurraban”, que ya saben ustedes que los catalanes no son gente que guste de gritos y alharacas).

Ya bastante contentos hicimos parada en un bar gallego del que yo tenía muy buenas referencias. Por lo visto hacían allí unas mariscadas muy convenientes, y como era día seis y estábamos generosos de vino dijimos… ¿y por qué no? El señor que había detrás de la barra no supo disimular la sorpresa al vernos entrar. Era gallego de toda la vida, pero antes de emigrar a Barcelona y montar el bar, había trabajado para una empresa de no sé qué en Pamplona, Tafalla y Estella. «Los mejores años de mi vida», decía con acento dulce y una extraña morriña navarra. «Buena gente los navarros… buena gente» repetía con los ojos algo vidriosos. Supuse entonces que tal vez, por aquellos años, se hubiera enamorado de una navarrica y que fuera su recuerdo el que convocaba tanta nostalgia.

Con paciencia y muchos tragos de albariño conseguimos acabar la mariscada. El señor se negó a darnos la cuenta. «Ya me invitarán ustedes a unas pochas y un buen chuletón cuando me deje caer por Pamplona». Aquella noche aprendí que navarro puede ser cualquiera. Basta con enamorarse aquí y dejar que el tiempo pase.

 


La gente 2

Hace once años que viví mi primer San Fermín. Tarde muy tarde, dirán algunos, y tendrán razón.  Una cosa me impidió venir antes: me asustaba la gente. No la gente en general. De hecho soy un tipo bastante sociable. Lo que me asustaba era las masa anónima fluctuando por las calles. Me imaginaba entre los empujones del encierro o atascado en mitad del chupinazo y me entraban unas súbitas ganas de salir corriendo. «Que no me esperen en Pamplona» decía para mis adentros.

Contra todo pronóstico en julio de 2005 una mujer me hizo desembarcar (vestido de blanco y rojo) en la antigua estación de autobuses. Venía, por supuesto, con mis precauciones («No me sueltes de la mano», le decía a Uxue apenas vislumbraba el menor tumulto). Y de la mano me llevó hasta la Bajada de Javier donde almorzamos con un grupo de “gente” que pronto me hicieron sentir uno más.

Después del almuerzo fuimos a potear a un par de bares. Hacía calor y la “gente” salía a la calle en busca de un poco de aire fresco. Yo notaba que Uxue me vigilaba de reojo para controlar mi miedo al barullo. Pero no había por qué, yo me encontraba la mar de a gusto charlando de música con una cuadrilla de San Jorge a los que acababa de conocer. No sé en qué momento pasó una por allí una txaranga y alguno de mis nuevos amigos me agarró de la mano y entre baile y baile pasamos por Navarrería para acabar echando una caña en los alrededores del Caballo Blanco. Ya no sabía dónde estaba Uxue, pero bueno, de momento estaba bien con aquellos amigos, ya la encontraría más tarde. Fui al servicio, y en la cola me topé con una parejica de Baiona la mar de majos. No recuerdo muy bien cómo fue la cosa pero tomamos juntos varias rondas. Yo no sabía francés ni euskera y ellos no hablaban español pero os juro que pasamos un rato divertidísimo (incluso creo que nos contamos varios chistes). Me entró un poco de hambre a media tarde e intenté ordenar mi brújula para regresar al bar donde había visto a Uxue por última vez. No estaba, pero yo me comí un bocata de txistorra, por aquello de asentar el estómago. Al salir de allí coincidí con un gaditano, al que reconocí por el acento ceceante. Nos dimos un abrazo sureño y fugaz porque a unos de Rentería que pasaban por allí les gustó mucho el pañuelico rojo que yo llevaba (con el escudo bordado de la Real Sociedad) y aprovechando la coincidencia futbolera nos echamos un par de cigarrillos juntos y unas cañas. Nos dimos las direcciones antes de despedirnos en un largo abrazo txuri-urdin.

Uxue y yo nos encontramos en un bar de Calderería a las cuatro de la mañana. Hoy día, cuando alguien me pregunta qué tiene San Fermín para ser la mejor fiesta del mundo, respondo sin pensar: la gente, la gente…