7º clasificado: «Errege» de Joxe Aldasoro Jauregi
Jarauta kalean txarangaren burrunban murgilduta koadrilakoekin. Sorbalda sorbaldarekin, besoak besoekin. Gorputzek musikari entzuten zioten: aurrera, atzera, alde batera, bestera, seko gelditu orain, jauzika gero, aztapoak, birak. Gogoek beste gogoei: talde txikiagotan bereizi, multzo-ebaketa berrietan batu erritmo zein abesti aldaketekin.
Izerdiak. Tragoak. Ziztak. Talkak. Algarak.
Izerdiari aurre egiteko kamiseta kopetan lotua ikusi nuen. Garaia, oso. Begien marrak erakarri ninduela esango nuke, aurpegiaren finak, plastikozko belarritako nabarmenegiak, sudur zorrotzak, bizkar sendo eta gerri zurrunak. Mugimendu pausatuak edatean, zigarroa erretzen, begirada altxatzerakoan. Beldur adina zirrara sorrarazten zidaten izaki ahalguztidun, magiko, zintzo, justuak gogorarazi zizkidan.
Txikitan aitari galdetzen nion ea ama haien erresuman egongo ote zen:
—Bai Aitor, han bizi da orain, zoriontsu!
Poz-malkoak omen ziren. Inozentzia.
Liluratuta ninduten jentil dotoreak. Gustatzen zitzaizkidan janzten zituzten soineko, buruko eta pitxiak. Eta gustatzen zitzaizkidan banekielako erregeak gonadun erregina zirela eta erreginak bizarrik gabeko errege. Nire kuttunak, asiarrak, Esther eta Sidi abd El Mohame.
Atzo arte atxiki dut nire burua ulertzeko balio zidan sekretua.
Eskutik heldu nion erraldoiari. Eskutik hartuta dantzan, hatzak hasi ziren mezuak zifratu eta deszifratzen. Gorputzak bereizten zigun airea zurrupatu genuen ezpainak itsatsi zitzaizkigun arte. Anabasa-multzoaren osagarri izan ginen, biderkadura cartesiarra Adham eta bion gorputz atalak. Zoriontsu naiz nire gogo eta gorputzaren erresumen errege.
«Rey»
Calle Jarauta, sumergido con la cuadrilla en el estruendo de la txaranga. Hombro con hombro, asidos del brazo. Los cuerpos escuchaban la música: adelante, atrás, a un lado, al otro, frenada en seco, luego saltos, tropiezos, giros. Unos deseos a otros, formándose así conjuntos más pequeños, nuevas intersecciones con cada cambio de ritmo y canción.
Sudor. Tragos. Bebida que se derrama. Roces. Carcajadas.
Le vi con una camiseta anudada a la frente para mitigar el sudor. Era muy alto. Quizás me atrajera la raya de los ojos, la finura del rostro, los pendientes de plástico demasiado grandes, la nariz recta, las espaldas fuertes o la rigidez de la cintura. Sus movimientos eran pausados al beber, al fumar, al levantar la mirada. Me recordaron a esos seres todopoderosos, mágicos, buenos y magnánimos que me provocaban miedo y emoción a partes iguales.
De pequeño le preguntaba al aita si ama había ido a su reino:
– Si Aitor, allí vive ahora, ¡feliz!
Lágrimas de alegría, decía. Inocencia.
Esos elegantes gentiles me tenían hechizado. Me gustaban los vestidos que llevaban, los tocados y sus joyas. Y me gustaban porque sabía que los reyes eran reinas con falda y las reinas eran reyes sin barba. Mis preferidos, los asiáticos, Esther y Sidi abd El Mohame.
He guardado hasta ayer el secreto que me permitía entenderme a mí mismo.
Le agarré al gigante de la mano. Bailamos asidos, nuestros dedos comenzaron a cifrar y descifrar mensajes. Aspiramos el aire que separaba nuestros cuerpos hasta que se nos pegaron los labios. Fuimos complemento del conjunto caos, producto cartesiano formado por los elementos del cuerpo de Adán y del mío.
Soy feliz, rey de mis deseos y de mi cuerpo.
8º clasificado: «De pacharanes y chupetes» de Mirentxu Arana Lesaca
Óyeme bien, es el tesoro del abuelo, ni se te ocurra tocarlo.
Confieso que aquella prohibición tajante y repetitiva acabó golpeando mis sienes. Durante las fiestas, en el momento del café, el abuelo visitaba el minibar y se servía una copita.
El tesoro del abuelo… un tesoro…, como en los cuentos…; allí había gato encerrado.
A los cinco años yo ya juntaba letras. Aprovechando un descuido de la abuela, subí a una silla; desde aquella altura, y oteando la casa, creí llegada mi mayoría de edad; tomé la botella de cristal rugoso, etiquetada con ramitas verdes y pude leer: “pa-cha-rán”.
Lo juro que yo no quería. Quité el tapón, acerqué la botella a la nariz y experimenté sensaciones nuevas, placenteras, desconocidas; nunca olvidaré aquel perfume… Eché un buen chorro sobre mis manos y me lavé la cara al tiempo que sacaba la lengua para no perder gota. Me gustó. Remojé bien el “chupe”, (supuse que Josemiguelerico lo preferiría así), lamí hasta donde buenamente pude, y cuando iba a coger con mano pegajosa la de mi padre para la ceremonia, comencé a dar tumbos y a cantar el “riau, riau”. El gigante quedó esperando hasta el día siguiente a que acabara mi siesta.
9º clasificado: «Por la noche, fuegos artificiales» de Paula Fernández Suárez
Aquel año en que te conocí, era muy joven. Lo quería hacer todo y no perderme nada. Recuerdo que nos cogimos de la mano mientras la explosión de cortisol se expandía por todo nuestro cuerpo tras el chupinazo. Apreté más fuerte tu mano solo para comprobar que tú me respondías. Corrimos delante del peligro sintiendo esa claridad mental de tener todos los sentidos coordinados, funcionando como el maravilloso engranaje que somos.
Los dos deseábamos volver a sentir la misma emoción con los Kilikis, así que nos apresuramos en los años siguientes y tuvimos un niño, Iker, que pronto pidió un hermanito y un perro, único miembro de la familia al que no le gustaban los fuegos artificiales.
Hasta que llegó un momento en que oía chupinazos todas las tardes. Corría delante del toro con más concentración que nunca, pero él siempre conseguía alcanzarme. Veía un kiliki todas las noches y ya no necesitaba salir para ver los fuegos artificiales.
Un día, mientras dormías agotado tras otras 204 horas, entré en la comisaría. Cuando me preguntaron qué quería solo les dije: la fiesta ha terminado. La mirada del joven se posó en mi mejilla y se dispuso a redactar nuestro final y mi principio.
10º clasificado: «El juramento» de Julia San Miguel Martos
Este año lo volví a intentar. Estaba cansada, y me propuse, ya lo hice la fiesta anterior, tomarme unos días de vacaciones. La muerte también tiene derecho a disfrutar desde la barrera, me dije. Total, apenas serían las doscientas cuatro horas que duraban los sanfermines. Lo intenté. Lo juro. Pero al final solo aguanté dos minutos, eternos, eso sí, pero solo dos, los que duró el primer encierro. Como un pamplonica más, entoné por tres veces la plegaria de los corredores delante de la hornacina del santo, junto a los corralillos, antes de que sonara el cohete que daba comienzo a la carrera. Recorrí los doscientos ochenta metros de la cuesta de Santo Domingo sin pestañear, giré en Mercaderes y llegué al ángulo de noventa grados donde los toros resbalan y se despanzurran por el suelo. Jaleé y grité, y me adentré, sin dejar de mirar atrás, por la sombría Estafeta, recorriendo los trescientos metros hasta el embudo del siguiente callejón. Entonces, hasta mí llegó el aliento de terror cuando caímos sobre la tierra, bajo las cornadas. Fueron ochocientos cincuenta metros en total, y dos minutos. Juro que lo intenté. Lo juro. Pero olía a sangre…, y me pudo más el oficio.
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