El desfile vizarro.
12 de Julio.
Casco Viejo de Pamplona.
17:30 PM.
Hora taurina.
Fin de semana con todo lo que conlleva. Los «fuerapuertas» y guiris han tomado la ciudad. El Casco Viejo es un avispero. La reina de éste, un Cadillac blanco con un carburador que exige treinta 30 litros a los cien. Casi como la marabunta.
En su interior y resaltando sobre el cuero rojo, un hombre y una mujer en mitad de la ciudad ebria y jovial. Sin embargo, el gesto adusto de la pareja asusta. A pesar del jolgorio que se monta alrededor del coche. De manera siniestra.
Sin problema, enfilan por la calle San Gregorio. Dayana maneja el Cadillac y el Sensei, de nazareno y oro, saluda al gentío. Disfrazado de torero. Si se puede disfrazar un maestro de maestro. Desfilando.
Dicha seriedad le extraña a Papytu, que aprovecha el tener que echar el vidrio al contenedor situado enfrente de la Iglesia de San Nicolás. Fuma en un rincón un fino habano, descansando del jaleo.
El Cadillac ya está a la altura de la Iglesia y se adentra en el laberinto de bares que conforman la calle de San Nicolás.
El segundo detalle que espolea la imaginación de Papytu es el traje de luces del hombre. Un calambre le recorre su ya legendario bigote. Recuerda que el Sensei Del Hielo tuvo siempre predilección por los disfraces.
Todo el mundo yace bajo su propio disfraz.
El habano se le cayó de las manos
La muchedumbre clama ¡Torero torero! y se montan en el capó y el morro del coche. Grave error.
Ya entran en la calle San Nicolás. Papytu empieza a correr en pos del desfile bizarro. En la trasera del Cadillac, aparecieron sendos cañones de un calibre de la forma de un balón de balonmano.
Tan solo un instante y el horror. Pam. Pam. Boum. Boum. No es una canción de King África. Es algo peor.
Al principio la gente piensa en petardos. De esos hay muchos. Lo que es fiesta se convierte en humo y pánico. Todo confusión.
Cada vez que pasan por delante de un bar, abren fuego, haciéndolos saltar por los aires. Sin parar, como lo haría un galeón pirata. Andanada va, andanada viene. El carro de la muerte prosigue imparable.
La estampida y la confusión como aliados. Todo el mundo intenta huir del lugar. Menos una nariz a un bigote pegado, que con sorpresa, observa cómo el Cadillac para en la puerta del bar donde trabaja.
Al detenerse, se encrudecen los cañonazos, a un ritmo que hace retumbar el pecho de Papytu. Alzando la voz de manera casi mítica por encima del griterío:
-¡Sensei, estoy aquí!
Éste, se con lentitud, se vuelve. Tal vez sorprendido de verle. Una sonrisa de hielo le ilumina el rostro. Con estupor. Se rehace:
-Ya iba siendo hora de ajustar cuentas, Papytu.
Tras el estruendo de los cañonazos, un silencio se mezcló entre el polvo y la humareda. El escenario está preparado para la última batalla.