Hace poco más de 1300 años, los pueblos nórdicos empezaron a navegar lejos de sus costas y a atacar todo lo que se les ponía por delante. Empezaron por la abadía de Lindisfarne, en el norte de Inglaterra, cerca de la frontera con Escocia, en la costa del lado del continente europeo. En junio del año 793, destruyeron el monasterio fundado por San Aidan. Los monjes corrían por la isla, de apenas cuatro kilómetros cuadrados, perseguidos por los bárbaros del norte con sus espadas cortas y sus armaduras de cuero, intentando poner a cubierto los evangelios, escritos en los primeros años de ese siglo por Eadfrith. Salvaron los evangelios y hoy están a salvo en la Biblioteca Británica, pero los vikingos se llevaron la cubierta, de cuero, metal y joyas, claro.
Siguieron visitando las costas de Francia, Inglaterra, Irlanda, España, y Norte de África, llegaron a colonizar Groenlandia y brevemente Norteamérica, establecieron un reino en Sicilia y fundaron lo que se convertiría en el origen de la actual Rusia, el Rus de Kiev.
Entre otras trapacerías, en el año 858 remontaron el Ebro desde el Mediterráneo, y luego el Aragón y el Arga, llegando a Pamplona, saqueándola y raptando al rey. No contentos, volvieron a hacer lo mismo un año más tarde y otra vez raptaron al nuevo rey, García I Iñiguez, a quien cambiaron por un bonito rescate.
Con sus barcos de poco calado, vela cuadrada y remos, construidos de roble y pino, calafateados con pelo de animal y alquitrán, navegaron por los mares (mal) y remontaron los ríos (muy bien). Sembraron el miedo en Europa hasta cerca del año 1100, en que vencidos y convertidos al cristianismo por fin, dejaron de portarse tan mal y de quemar pueblos, castillos e iglesias.
¿Cómo un pueblo tan pequeño fue capaz de llegar tan lejos y vencer a reinos mucho más fuertes y grandes que ellos? Es una buena pregunta, que nos lleva a lo importante: ¿qué comían estos señores para ser tan bestias? Estaremos de acuerdo que en uno de esos drakkar que vemos en las películas no cabía mucho… Así que cabe imaginar que los vikingos comían cualquier cosa que encontraran allá donde iban. Y eso nos lleva a una tarde de San Fermín de mil novecientos ochenta y muchos.
A mi hermano y a mí nos tocaba organizar la merienda para los toros. Diez amigos con hambre, ni idea de guisar, la nevera bastante vacía y una abuela cocinera. De víspera, le engañamos para que preparara la cazuela de ajoarriero definitiva; una cazuela plana y honda enorme, que sabíamos rondaba por su casa.
Pronto por la mañana fuimos a buscarlo. Ahí estaba nuestro ajoarriero, casi rebosando los bordes, llena de ese estupendo producto que es de lo poco que debemos agradecer a la Cuaresma. Para que no se derramara, qué mejor que pedirle que nos prestara también la tapa, y un rollo de cinta aislante. Colocamos la tapa y la sellamos con cinta negra, de esa que vale para todo, menos para arreglar enchufes, la bajamos al coche y nos enfrentamos al problema de qué hacer con el ajoarriero hasta los toros.
Brillantemente, resolvimos que cabía justo en la parte de atrás del coche prestado por mi madre, un Renault 7 verde, en el que habíamos ido a recogerlo, en el hueco entre el respaldo trasero y la luna posterior. Nos fuimos a disfrutar de la mañana y a eso de las cinco, aparecimos en el Casino, punto de encuentro donde otros voluntarios preparaban la sangría.
Con nuestro ajoarriero nos encaminamos a la plaza, bien tapado y calentito por el sol, aumentado por la luna trasera-lupa. Al llegar el tercer toro, tras varios tientos a la sangría, comenzamos a repartir bocadillos de ajoarriero entre los amigos y vecinos de localidad. Uno de ellos era un noruego que había ido a los toros solo, sin merienda ni sangría, y que adoptamos como mascota desde que empezó el reparto de vasos de plástico.
Después de una magnífica corrida, como siempre en San Fermín, nos encaminamos a lo viejo, donde en pocas horas el efecto del ajoarriero fermentado empezó a surtir efecto. No es que nos fuéramos a casa pronto, eso no pasa, pero debimos dejar un rastro indeleble en los baños de los bares en los que consumimos y en unos cuantos más de alrededor. El record, nuestro amigo B., con 13 visitas al excusado, tras cada una de las cuales repetía con su ginkas “me echas mucho limón, que es astringente, por favor”.
Derrotados por la noche y el ajoarriero nos retiramos como pudimos a casa. Y a la tarde siguiente, recuperados más o menos del terremoto estomacal, nos dirigimos de nuevo a la fiesta. Ahí nos encontramos, sorpresa, con el noruego mascota. La tarde anterior se había comido dos bocadillos gigantes de ajoarriero. Con el inglés cutre de colegio de aquellos tiempos, nos interesamos por su salud. Pues bien, el nórdico estaba como una rosa. El único de todos los que merendamos que no había tenido que correr buscando un baño.
Fue ahí cuando nos dimos cuenta de que los invencibles hombres del norte guardan todavía la capacidad genética de metabolizar cualquier alimento, para seguir conquistando ciudades y países lejanos. Y comprendimos que el secreto de los vikingos no estaba tanto en las armas, los barcos o los cascos con cuernos, sino en su poderoso tubo digestivo, y más concretamente en su intestino grueso.
¡Hasta la vista!
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