Cosas de padres 3
No lo recuerdo con exactitud, pero yo no tendría más de dieciséis años.
Un seis de julio,tras el chupinazo, cuando algunos amigos volvíamos a casa a comer presenciamos una escena, tirando a tierna:
Un niño, al pasar por un jardín junto a Antoniutti, preguntaba a su madre por qué estando el sol en lo alto, podía haber alguien durmiendo en el cesped. Mientras la madres le respondía, a las dos del mediodía, que «era un mozo que dormía para correr mañana en el encierro» uno de nosotros creyó ver algo familiar en el borracho dormilón.
Al acercarnos, y darle la vuelta, vimos que era Güevo, un compañero de cuadrilla, al que habíamos perdido antes del cohete y al que por lógica, no le había sentado bien los ponches con chocolate en sesión matinal.
Como no vivíamos tan lejos, cargamos con él cual ecce homo y emprendimos camino a su casa. El hombre podía andar con ayuda, e incluso se le entendían algunas palabras, de manera que paramos junto a una fuente para mojarle la cabeza y espabilarlo. Vamos, una escena que habremos protagonizado todos a esas edades pensando que Pamplona es Guasinton y que la gente que pasa al lado no nos conoce de nada.
En pleno «momento fuente», divisé la silueta de mi padre viniendo camino del surtidor junto a un grupo de amigos que hablaban «de sus cosas». El encuentro iba a ser engorroso: la hora, el remojón, el amigo borracho…
Mi padre, que era una persona bastante observadora, pasó a tres metros de nosotros en una plaza semivacía, sin que en apariencia reparase en nuestra presencia.
Nunca me atreví a preguntarle si se había hecho el sueco.
En ocasiones, un padre nos hace el mayor de los favores ignorándonos.