Patxi Irurzun - Escritor


Fragmento de novela sanferminera porno 5

Otro día Lola apareció con un grupo de seis noruegas que habían acabado con todas las reservas de sidra de la ciudad y las hizo colocarse delante de mí a cuatro patas, conformando con sus enormes y blancos culos la pared de un frontón, en el que jugué un partido a pala contra un tipo cuya cara me resultaba remotamente familiar, tal vez del colegio, o de la piscina, lo que sí era fijo es que pertenecía a La Jarana, una peña que lleva la faja y el pañuelo de color azul, y allá estaba yo, con la mía roja, de modo que rápidamente los dos comprendimos el juego, éramos pelotaris, él le arreaba un viaje a alguna de las noruegas con su herramienta y después yo tenía que devolver el tanto, tratar de mejorarlo. El de La Jarana no fue rival para mí, se cansó pronto, no aguantó los tantos largos que le mandé, los dos o tres minutos en que me fui demorando cada vez que se la metía a una de las nórdicas, ni cuando enviaba mis pelotas a los extremos, donde rápidamente observé que se encontraban los dos culos más duros, poco a poco se fue ablandando, excitándose con mis embestidas certeras y prolongadas, y al final fue incapaz de restar uno de aquellos lances, la herramienta se le cayó de las manos, fláccida, después de correrse sin sacarla de entre las nalgas de una de las chicas, muy mal, nada profesional, la eyaculación tiene que ser como un pelotazo, aquello no valía para nada, por mucho que lo adornara soltando un alarido que parecía un estertor, una rendición, y en el que a mí se me hizo la luz,  reconocí a aquel tipo, era el cantante de un grupo jevi con el que habíamos compartido en una ocasión local de ensayo y al que yo le tenía ganas porque el Child in time de Deep Purple le salía mucho mejor, pues ahora que se jodiera, todavía le hice sufrir un poco más peloteando en cada uno de los culitos de las chicas, un par de dejadas en uno, una al aire en otro, y vuelta a empezar, hasta que me cansé y me corrí como Dios manda, con un chorro profuso que alcanzó cada una de las seis losas de aquel frontón de carne.

Fragmento de «¡Oh, Janis, mi dulce y sucia Janis! Memorias de una estrella del porno (amateur). http://ohjanis.blogspot.com.es/


Encierro txiki 6

Le metió un viaje… Desencajonaban las cabricas, como las llamaban algunos, de un camión aparcado de culo al final de la Estafeta, pero esos a los que les parecían tan inofensivas las vacas del encierro-txiki tenían que haber estado allí, cuando una de ellas salió dando brincos, como un misil norcoreano y se llevó a Natxo por delante, lo tiró al suelo y le partió la clavícula en varios cachos. Cabricas tu puta madre.  Yo solía aprovechar para visitarle en el hospital cuando por las mañanas iba a ver a mi madre, a la que habían operado de un desprendimiento de retina. Mi madre, que tenía un parche en el ojo que daba a la puerta, decía que sabía cuando llegaba yo por el olor a cuadra que me precedía. Eran algunos de aquellos sanfermines fundacionales, en los que por primera vez íbamos sueltos, y la ropa olía a petardos, champán de doscientas pelas la botella, humo de fortunas sueltos, hierbín y acera, zapatillas y calzoncillos de adolescente priápico…

El marido de la compañera de habitación de mi madre tenía el olfato aún más fino: a Arcadio, que así se llamaba, lo oía saludarme cuando todavía yo estaba por  la Avenida Bayona, y aún creo yo que le oirían también en Artajona, de donde era natural.

—¿Qué tal las vacas hoy, muete, se ha descacharrao algún otro? —gritaba, y se reía, los dos se reían, también mi  madre, les hacía mucha gracia eso del encierro txiki.

Los padres de entonces eran unos inconscientes, nos dejaban entrar a correr solos y sin poner demasiadas pegas, hasta un poco orgullosos.  A todo el mundo le parecía tan normal todo aquello, bah, total son cabricas, bah, así van haciendo cantera, cuando la realidad era que había allá unos terneracos de sesenta kilos de peso abriéndose paso a cabezazos entre una multitud de críos cagados de miedo, un sálvese sin pueda sin primero los niños, en fin, varias clavículas y fémures rotos en plena época de estirones (Natxo, de hecho, no creció mucho más, no sé si tuvo que ver algo el viaje que le metió aquel bicho o las  mierdas que empezamos a beber por aquella época: kiwi con vodka, patxarán con naranja, bulumbas… ).

Hoy algo así sería impensable. Todos los niños y niñas llevarían sus cascos reglamentarios, la mayoría de ellos correrían de la mano de sus progenitores y la mitad de estos harían cola después del encierro en vez de para comer churros de la Mañueta para poner una demanda al ayuntamiento. Que me parece todo dabuten, porque aquello era una burrada, muy castica, pero una burrada, claro que ahora los niños también juegan en la nintendo a masacrar gente o tienen que ver pasar vestidos con chistera o traje de roncalesa a delincuentes y tampoco pasa nada.

Eran otros tiempos (gesto melancólico y patéticamente viejuno al leerlo) y yo todavía tardaría muchos años en saber que priápico quería decir que te pasabas la vida empalmado.


E.T. subiendo por la cuesta de Santo Domingo 6

Por entonces yo vivía en la Rotxapea, no es como ahora que técnicamente no soy pamplonés (ahora vivo en Sarriguren), pero ya entonces empezaba a ver las fiestas un poco desde fuera, o más bien era al revés, ellas me veían a mí como un intruso. Me di cuenta el día que alguien nos invitó a ver el encierro en un balcón de Santo Domingo y subimos andando por la cuesta. Yo llevaba a mi hijo colgado a la espalda en una de esas mochilas para padres guais. H tendría unos 8 meses, su cabeza era una pelotica y era lo único que se le veía asomando por ahí atrás, eso y sus dos ojos, enormes y mirándolo todo, como dos periscopios

—¡Un niño, un niño! —le señalaba la turba que esperaba a que dieran las ocho, envuelta en una manta sucia e invisible que olía a vino, tabaco, sobacos insumisos, pedos nucleares y anónimos entre la multitud, serrín de los bares…

—¡Un niño, un niño! —repetían los que se volvían a mirar, con los ojos como surtidores de  kalimotxo y sonrisas psicotrópicas.

Parecía que  en lugar de un niño H fuera un extraterrestre, o la Barcina quitándose la peluca de rastas, o Moisés atravesando el mar rojo (porque lo cierto es que a nuestro paso la calle se despejaba milagrosamente). Toda aquella chavalería podía pasarse días (o más bien noches, yo recuerdo sanfermines de vampiro en que la única luz que vi fue la de los bares y la de los mecheros) sin cruzarse con un niño. Yo por el contrario veía niños a todas horas, niños cagando, niños llorando, niños pidiendo a gritos biberón (por entonces solo tenía un hijo, pero es que era muy movido).

Los niños, en definitiva, estaban desterrados de la noche y del vocabulario de los menores de treinta años, quienes tampoco tenían ni idea de que existían otros sanfermines, los sanfermines de día, los sanfermines en Salou, los sanfermines con silleta… Una puta mierda todos ellos, una excusa, lo que dice uno para consolarse cuando se ha hecho viejo. No hay nada que se pueda comparar a tener veinte años y salir a quemar la ciudad, a beberte hasta el agua de los floreros, a follar como un jabato (ah, no, esto no, siempre se me escapa, siempre se me olvida que estamos en Pamplona). Claro que ahora no me metería en una máquina del tiempo ni loco, me quedo con mis extraterrestres y sus periscopios y con mis sanfermines de forastero sarrigunense. Pero comparable, lo que se dice comparable a aquellos sanfermines, nada. A mí que no me jodan.


Pato bueno, pato muerto 7

—O matas al puto pato o te matamos a ti —fue la última frase que me vino a la mente, antes de que a mi coche le fallaran los frenos y se estrellara, conduciéndome hasta esta galaxia extraña, poblada de hombrecitos verdes, en la que he permanecido perdido estos últimos días.

Yo volvía a Pamplona desde mi escondrijo de los últimos meses,  en un lugar que no había revelado a nadie: mi mujer, mis padres, mi camello habitual… Nunca, desde que era un adolescente, había dejado de sumergirme en la olla a presión que es la plaza consistorial el día 6 de julio a las 12 del mediodía (ni de cocerme hasta las trancas dentro de ella). Y este año tampoco iba a ser menos. Pensaba que ni siquiera esos cabronazos me iban a fastidiar el chupinazo. Pero ellos, como perros de presa, me habían encontrado.

Permítanme que me presente. Me llamo Dimas Otxoa y soy  fontanero. Aunque nunca en mi vida haya puesto el culo en pompa debajo de un lavabo. A lo que me dedico (a lo que me dedicaba, mejor dicho) era a desatascar otro tipo de cañerías. Mis compañeros del servicio de inteligencia me llamaban “Señor Lobo”, porque, al igual que aquel personaje de “Pulp fiction”, solucionaba problemas. Se los solucionaba a esa panda de forajidos que nos gobiernan. Eran cosas sencillas. Chapuzas. La última, por ejemplo, consistía en romperle el cuello a Fermintxo. Fermintxo, no se asusten, era uno de los patos del parque de la Taconera. Les explico: durante las últimas semanas habían arreciado las protestas por el funcionamiento de nuestros hospitales y centros de salud: listas de espera, falta de personal…Eso, por una parte. Por otra, la psicosis sobre el avance de la gripe aviaria se extendía como el fuego en la rastrojera y algún lumbreras del Gobierno había tenido la brillante idea de cargarse un pato para que al día siguiente la noticia apareciera en el periódico. Y junto a ella un detallado informe que explicaba cómo nuestra red de salud estaba sobradamente preparada para afrontar una posible epidemia. Una epidemia que, por supuesto,  nunca iba a tener lugar, porque Fermintxo era un pato que estaba hecho un toro. De ese modo, lo que quedaría de toda aquella esperpéntica historia serían algunos chistes de Oroz y la sensación de seguridad que proporcionaba saber que nuestra comunidad todavía se encontraba a la cabeza en materia de sanidad.

El caso es que yo nunca había rechazado hasta entonces una misión. Pero una cosa era hacerme pasar, en llamadas de los oyentes o cartas al director, por un experto en lenguas minoritarias bielorruso que avalaba la política lingüística del ejecutivo foral —por poner un ejemplo— y otra bien distinta convertirse en un asesino de patos inocentes. Más todavía cuando el único tablón al que se agarraba mi dignidad desde que había aceptado zambullirme en las cloacas era mi militancia en un grupo ecologista. Por otro lado, también era cierto que, si me negaba, me arriesgaba a perder un trabajo que me proporcionaba los ingresos necesarios para mantener una serie de vicios de lo más esclavos y que no me da puta la gana de detallarles porque yo con mi cuerpo hago lo que quiero.

Me encontraba, por tanto,  entre la espada y la pared y retrasé la solución a aquel  dilema hasta el último momento, cuando ya vestido de camuflaje en los fosos de la Taconera sostenía al pobre pato entre mis garras.

—Tienes que hacerlo, Señor Lobo, el periódico ya está impreso —me dijeron por el móvil, cuando finalmente comuniqué que no ejecutaría a Fermintxo.

—¿Y qué pasa si me niego? No podéis despedirme. Sé demasiadas cosas —jugué mis bazas.

—O matas al puto pato o te matamos a ti—contestaron. Y me colgaron. Pero yo pensé que no tendrían huevos. Así que dejé en libertad a Fermintxo, arrojé el móvil al estanque y me largué. Muy lejos. Aunque no les tenía miedo, durante una temporadita me convendría quitarme de en medio.

En cuanto a Fermintxo, no pudo eludir su condena a muerte. Algún otro fontanero con menos conciencia ecológica aceptó el encarguito y a la mañana la noticia apareció en portada, como estaba previsto.

Me dio mucha pena por el patito, pero en cierto modo me sentí liberado. Así sólo tendría que permanecer callado, dejar pasar el tiempo y esperar a que todo se olvidara.

Además esas semanas de retiro me vendrían muy bien. Aprovecharía para desintoxicarme y  después me limpiaría también por dentro. Dejaría de ser el “Señor Lobo” y qué sé yo, tal vez me embarcara en el Rainbow Warriors, el barco de Greenpeace, o montaría mi propia oenegé y me iría a darles de hostias a esos cabrones que matan bebés focas en Groenlandia…

Mi particular cuento de la lechera, vamos, porque lo cierto fue que en cuanto saqué la cabeza de mi agujero me hicieron añicos el jarrón. No sé cómo se enteraron mis excompañeros, pero me encontraron, manipularon los frenos del coche y en la primera curva que tomé aquel 6 de julio, me pegué contra un árbol una castaña de campeonato.

—Mierda, precisamente hoy, que me he puesto la tanga con trompa de elefante —recuerdo que me dio tiempo a pensar, en lugar de todas esas zarandajas “new age”: que si una luz blanca, que si la película de tu vida…A mi, por el contrario, en un momento como aquel me salió la madre que todos llevamos dentro, esa que te dice “tú siempre con mudas limpias, que nunca se sabe cuando puedes tener una accidente”.

Recuerdo también que me avergonzó pensar que aquel podía ser mi último pensamiento: una reflexión sobre un tanga rematado por delante con la cabecita de un elefantito de color rosa, en cuya trompa uno tenía que embutir la suya (me lo habían regalado en una estúpida despedida de soltero y sólo me lo calzaba —con bastantes dificultades, pues me tiraba de la sisa— para hacer el ganso en días como el del chupinazo). Intenté, por ello, buscar alguna otra explicación que no redujera la vida a un trance absurdo.  Fue entonces cuando estalló el fogonazo (“o matas al puto pato o te matamos a ti”). Y después, el coma, esa nebulosa blanca y roja como un océano de sangre y semen en el que mecí, haciéndome el muerto, durante varios días.

Cuando me desperté estaba en la UCI.

—¿Qué día es hoy?—fue lo primero que pregunté.

—10 de julio— me contestaron, y aunque lo hizo uno de los hombrecillos verdes sentí una sensación de alivio.

Nunca en mi vida me había perdido unos sanfermines y me alegró saber que, aunque fuera desde la cuneta de la fiesta, todavía podía participar de alguna manera de ella. Pronto supe, por ejemplo, que en la cama de mi izquierda yacía un torero al que un cebadagago había convertido en un colador y al que, en cuanto pude moverme un poco, yo solía torturar, desconectándole los goteros.

—Que aprenda lo que es sufrir, como los toros que se carga —me decía.

—Eso, eso —me alentaba el piesnegros de mi derecha, al que habían ingresado con un subidón terrible de anestésico para caballos y con el que por la noche, cuando las enfermeras daban alguna cabezada, solía tomarme unos chupitos en los vasitos de los análisis de orina (sus colegas solían traerle de estranjis güisqui, pacharán, kalimotxo y a veces una mezcla de todo ello).

Era divertido, nuestros pequeños sanfermines.  Pero también había momentos malos, recaídas. A veces me costaba pensar. No lograba recordar, por ejemplo,  cómo había caído tan bajo, quién me había ofrecido aquel trabajo como fontanero. Sólo sabía por qué lo había aceptado. Estaba harto de ver cómo los más bobos del colegio, los niños de papá, los putos “peteuve” que no sabían hacer la o con un canuto pero tenían un apellido,  eran los que acababan convertidos en jefazos, en esos forajidos que nos gobernaban. La sociedad era como un puzzle en el que las fichas se encajaban en los lugares que no correspondía y yo ya estaba harto de ser la última de esas fichas, la que se encajaba a la fuerza, a hostia limpia. Prefería ser un cabronazo. Pero no estaba orgulloso. De hecho, cada vez que pensaba en ello, allá en el hospital, me deprimía. Pero eso no era lo peor. Lo peor eran los hombrecillos verdes. Venían cada mañana, con el rostro tapado, se descolgaban vestidos de camuflaje del techo y trataban de taparme la boca, ahogarme, hacerme callar para siempre.

—¡Os conozco, sé quienes sois! —gritaba yo, y conseguía que las enfermeras se acercaran y los hicieran huir.

Hoy, día 14,  me han bajado a planta y hace ya varias horas que los hombrecillos verdes no intentan entrar a mi habitación. Los médicos dicen que sólo eran alucinaciones, como consecuencia de la medicación. Pero yo sé que mientras escribo estas líneas (para que alguien, ustedes sepan la verdad) ellos siguen  ahí fuera, al acecho. Como perros de presa.  Puedo incluso oír sus voces:

—O matas al puto pato o o te matamos a ti —dicen.

Y yo, por lo bajinis, entono el pobre de mí, con más pena y más resignación que nunca.

 


Olé olé 7

En una de las últimas apariciones estelares de Estafetakoa en el blog hablaba de aquel episodio sanferminero en que a Los Pecos casi los tiran al pilón los mozos de este pueblo grande, y eso me recordó un lance sanferminero preadolescente y por tanto algo ridículo que permanecía sepultado en mi memoria y que paso a relatar: fue hace muchos años, cuando Vicky Larraz cantaba en Olé Olé y en las piscinas privadas de Pamplona traían a los grupos y artistas que salían por la tele en Aplauso (una vez los del Anaitasuna, creo recordar, fueron más lanzados y recurrieron a otro programas más modennos, como La Bola de Cristal, y se animaron a organizar un concierto de Las Vulpess; total, que vendieron 43 entradas).

El caso es que aquel año en el Club Natación iban a actuar los susodichos Olé Olé, con Vicky Larraz al frente, y yo no sé por qué, pues a ninguno de la cuadrilla nos iba aquella música, decidimos colarnos. Y eso que de tres, dos éramos en aquella época socios de la piscina (dato, que por otra parte revela que de cuadrilla nada). Sin embargo, todavía no teníamos la edad necesaria para entrar, así que optamos por saltar la valla de la piscina que había al otro lado de las pasarelas, por donde los caballos de Goñi. Mi relación con las pasarelas nunca había sido nada buena. Siendo niño y todavía sin acabar las clases de perfeccionamiento de natación, un día vi venir por ellas, de frente, un pastor alemán que parecía un Diplodocus y no se me ocurrió mejor idea que tirarme al río. Prefería ser devorado por las fauces del Arga antes que por las de aquel animal. Por suerte era verano y el agua solo llegaba hasta los tobillos. En invierno, por el contrario, a causa del caudal, solían retirar las tablas de madera y solo quedaban los pilones de piedra, que teníamos que pasar saltando de uno en uno cuando el Pisahuevos, el cura que nos daba gimnasia, nos mandaba a hacer el cross. Yo iba a uno de aquellos centros de apartheid sexual, los Escolapios, y las clases de gimnasia consistía invariablemente en hacer La Beloso, o sea recorrer al trote y en este orden: Media Luna, cuesta de Beloso, serrería de La Txantrea, Magdalena, pasarelas y Media Luna otra vez. Para cuando llegabas a las pasarelas ibas follado (hablando figurativamente, claro) y mientras dabas saltitos de un pilón a otro el Arga bajo tus pies rugía llamándote por tu nombre.

Pero creo que nos hemos despistado un poco. La cosa es que tras atravesar las pasarelas decidimos saltar la valla del Club Natación. Había una leyenda que decía que durante la noche en las zonas verdes que quedaban tras ella soltaban unos dobermans a los que no daban de comer (Mayor Oreja y el negocio de la seguridad privada, todavía no habían hecho su agosto), lo cual acrecenta todavía más mis dudas: ¿Éramos jóvenes temerarios y sedientos de aventuras? ¿Llevamos aquel día algún chuletón al que previamente habíamos inyectado cloroformo? ¿Vicky Larraz era para tanto? Supongo que los tiros iban por ahí. Por aquellos años, recordemos, todos nos apiñábamos frente al televisor para ver si a Sabrina se le salía la teta durante la Gala de Nochevieja. Por una teta éramos capaces de todo, incluso de ser devorados por unos perros locos (otra leyenda decía que a los dobermans les iba creciendo el cerebro dentro de sus cabezas chiquiticas hasta que se convertían en asesinos en serie).

Una vez que saltamos la valla, sin embargo, por allí no se veía ningún perro majareta y colmilludo  y, por el contrario, sí alguien apostado en el puente que llevaba hasta el otro lado del río, donde actuaba el grupo. “No controles, mis vestidos. No controles, mi forma de bailar porque soy total y a todo el mundo gusto”. Nos escondimos detrás de un bloque de piedra sobre el que había plantada una torre de luz. De vez en cuando alguno de nosotros se asomaba y el vigilante siempre estaba allí. Hasta que en una de esas nos vio. Y se acercó. Y nos descubrió. “¿Pero qué cojones hacéis ahí?”, dijo.  “No controles, lalailolailola”, cantamos nosotros, pero no coló, el tipo nos echó, yo creo que conteniendo la risa. Así que saltamos la valla de nuevo y regresamos por donde habíamos venido, o sea, por las pasarelas, y luego por la Media Luna, y lo hicimos también a ritmo de cross, porque aquello estaba lleno de navajeros, y de gente borracha, o follando (esta vez sin el sentido figurativo), y después nos fuimos a casa, donde ya estarían algo tardados…

Fue, ya digo, un episodio adolescente y ridículo, al que sigo sin encontrarle sentido. Sobre todo cuando busco en el Google: Olé Olé+Vicky Larraz, y me aparece una con el pelo cardado, y con hombreras y con más ropas estrafalarias, de las que no parece que vaya a escapársele ninguna teta.