Blanco pulcro


Cada vez que parto pan con un cuchillo me acuerdo de ella. En mi casa cada uno arrancaba su trozo de pan directamente de la barra y ella se ponía de los nervios. Me pidió un día que cortara el pan para la comida y al verme soltó «¿qué haces?, ¿¿¿tostadas???». Así aprendí a cortar bien las rebanadas. Mi abuela materna se ponía a hiperventilar si alguien sacaba a la mesa una taza de café sin platillo. Su nivel de pulcritud se situaba unas ocho pantallas por delante de la media. Por eso me dejó de piedra su descripción de la entrada a los toros en coches de caballos, con señoras arregladas y señores impolutos. Aquello era un recuerdo de San Fermín a su medida. Durante años los odió con razón, porque imagino que eso es lo que pasa cuando ves morir al padre de tus hijos un doce de julio mientras la ciudad rebosa fiesta. Y sin embrago le encantaba ver a la gente de blanco y rojo. Un blanco pulcro, eso sí.