La plaza de los Burgos es un increíble espacio abierto dentro del apelotonamiento callejeril del casco viejo pamplonés. No es el único, pero si alguien nos obligara a citar un espacio abierto dentro del apelotonamiento callejeril del casco viejo pamplonés, apuesto a que nadie lo citaría en primer lugar, salvo algún recalcitrante que por residir en la plaza sí lo haría, pero habría que descalificarlo por falta de objetividad.
Históricamente se trata de una plaza que vivía de espaldas a la fiesta. Es como si el recorrido del encierro marcara una línea roja a partir de la cual hacia un lado todo era desparrame, y hacia el otro calma, quietud y oscuridad. Ayudaba el no tener bares, así como el no ser zona de paso entre zonas de bares. Todo ello muy paradójico, ya que la plaza debe su nombre a los antiguos burgos de la ciudad, que confluían en la contigua plaza consistorial actual. Las únicas veces que los no residentes caíamos por ahí era cuando salíamos de los almacenes Unzu por la puerta de atrás. ¿Lo veis? Otra vez: la puerta de atrás.
Luego vino el afán por integrarla, y con bastante lógica, ya que su disposición urbanística la convierte en espacio escénico inmejorable. Los conciertos de ritmos sudamericanos y los recitales de jazz empezaron a ocuparla, si bien quien mejor ha sabido adaptarse y adaptarla ha sido el fenómeno del botellón.
Un amigo de un gran amigo mío me confesaba hace poco que el año pasado hizo botellón dos veces en la plaza de los Burgos. Qué vergüenza, a su edad, pensé. Y me lo explicó: una noche, un rato antes de que la plaza se fuera llenando de jazzadictos, él y sus amigos decidieron que no iban a cenar en un retaurante, sino que iban a comprarse las cosas en algún chino y se las comerían en la puta calle, moleste a quien moleste. La idea evolucionó a mejor, y acabaron comprando unos bocatas de jamón del bueno y sacaron unas cervezas del Vallado, e intentaron instalarse en el graderío de los porches de la plaza de los Burgos. Por razones de higiene elemental no pudieron aposentarse, sino que tuvieron que dar buena cuenta de la improvisada cena de pie. La mugre y los charcos de líquidos cualesquiera les privó del deseado placer. Alguien se les había adelantado y había dejado la plaza impracticable.
La segunda vez fue con toda la plaza para él. Al parecer acudió con la familia a ver el encierro en la plaza de toros con tan buena suerte de que no era el día 13. Y para seguir con el plan, decidieron bajar a la Mañueta a comprar los consabidos churros. Tras jalarse la cola de rigor, en la que tuvieron que hacer verdaderos equilibrios para evitar el chorro del camión-fregona, se hicieron con los churros y se agenciaron unos chocolates calientes con la clara idea de disfrutarlo todo cómodamente sentados en la plaza de los Burgos. Accedieron por las escalericas de la Mañueta, y se encontraron con toda la plaza para ellos. Sin embargo, tampoco pudieron aprovechar. Iban con niños, y hubo que salir por piernas, ya que no había metro cuadrado libre de cascos de botellas, ora enteros, ora rotos. De nuevo estaba claro que se les habían adelantado y habían dejado la plaza impracticable.
Dos veces quiso hacer botellón en la plaza, y dos veces se quedó en intento. No podrá por tanto indignarse con que se haga botellón, si acaso con que otro botellón deje impracticable la plaza.
También se produce dicho fenómeno en la plaza del Castillo, otro espacio abierto dentro del apelotonamiento callejeril del casco viejo pamplonés.
Llevar unas sillicas plegables de playa ayuda, ya que cenas sentado y le da un toque chic.