7º clasificado: «Orreicne» de David Villar Cembellín.
De los corrales salieron los toros, mansamente, y luego los cabestros. Los astados caminaron hacia el callejón, momento en el cual la multitud fue cerrándose en abanico tras ellos. Abandonando los márgenes de la Plaza, la turba blanquirroja de personas procedía a la persecución de los animales. La carrera había comenzado.
Marcha atrás, cogiendo velocidad, descendieron rápidamente Telefónica y se adentraron en Estafeta. Algunos corredores esperaban agazapados en el suelo, en posición fetal, con gesto asustado, pero se sumaban de un salto al paso de la carrera. Pintoresco fue el momento en que un individuo que sangraba profusamente incrustó violentamente su costado en el asta de un toro, cerrando así su herida. Sin más problemas llegaron a Mercaderes, alcanzaron el Ayuntamiento y ahí los toros parecieron recuperar cierto resuello, mostrándose más frescos.
Por fin, llegaron a Santo Domingo. Con la marea humana pisándoles los talones, la puerta del corral se cerró. En el cielo implosionó un cohete que prontamente regresó a su lanzadera. Los toros sonrieron satisfechos, lo habían vuelto a hacer: sin más incidentes, habían conducido a todas aquellas personas desde la Plaza hasta Santo Domingo.
Descansados y orgullosos, sus orejas negrestinas atentas, desde el otro lado del corral les escuchaban cantar.
8º clasificado: «¿Con capa o sin capa?» de Vanessa Proaño Puerta.
De vez en cuando, entre los compañeros de colegio surgía el debate sobre qué superhéroe era el mejor. Al final todo quedaba entre Superman, Batman y Spiderman. Una de las cuestiones que más nos inquietaba a nuestros seis años era el tema de la capa. En ese punto nunca estábamos de acuerdo.
La mañana del siete de julio, sin embargo, mis dudas se esfumaron. Encontré a mi padre planchando con mimo un pañuelo rojo mientras mi madre desdoblaba una camisa y unos pantalones blancos. En un silencio ceremonioso, mi padre se vistió. Dejó que mi madre le anudara la faja roja en el costado izquierdo antes de darnos un beso y marcharse.
A las ocho, encendimos la tele y le buscamos entre una marabunta de sanfermineros. Le encontré agarrado a una reja, pegado a la pared como Spiderman. Le oí gritar los cánticos empuñando aquel periódico enrollado que alzaba como si fuera el martillo del dios Thor. Le vi correr como nunca antes, como si estuviera compitiendo con Flash. Y lo vi caer y levantarse entre aquellas bestias con el valor que solo puede tener un superhombre.
En septiembre, cuando volví al cole, lo tenía claro:
—Sin capa. El mejor superhéroe va sin capa.
9º clasificado: «Nostalgia» de María Richart Vega.
Aunque esperaba esa llamada, jamás hubiera imaginado que sería tan pronto. Una parte de él deseaba decir «no», pero llevaba tanto tiempo esperando una oportunidad… Tal y como está el panorama laboral no se podía permitir rechazar aquel puesto, aunque fuera en la otra punta del planeta. Colgó y vio la foto de su sobrino recién nacido en la mesica del teléfono. Se le encogió el corazón al pensar que se perdería su primer San Fermín. Salió de casa, rodeó la plaza de toros y subió por la calle Paulino Caballero hasta una tienda de ropa infantil: camiseta y pantalones blancos, diminutos, pañuelico rojo bordado, un gracioso fajín y zapatillas a juego. La encantadora mujer que le atendió lo envolvió todo y le prestó un rotulador para escribir un mensaje en la tarjeta: NO ABRIR HASTA EL 6 DE JULIO. ¡FELIZ PRIMER SAN FERMIN! Con su pequeño tesoro bajo el brazo, puso rumbo a casa de su hermana. Anduvo despacio, respirando el aire de su ciudad, sintiendo los adoquines bajo sus pies y admirando, como nunca antes había hecho, las majestuosas casas de la Pamplona antigua. Saboreando las primeras punzadas de nostalgia que semanas después habría de sentir a miles de kilómetros de allí.
10º clasificado: «Lógico» de Leyre Apesteguía Sanz.
No sé… no estoy muy convencido. Le miro con recelo mientras me explica con los ojos muy abiertos y una gran sonrisa que todos los demás lo hacen cuando son mayores. Que ella hace años también lo hizo. Me dice que incluso puedo elegir entre los 8 grandotes o si prefiero, dárselo a uno de los pequeños. ¡Eso ni hablar! No se lo voy a decir pero me dan miedo; con esas cabezas tan grandes y esos palos que pegan.
Ella me sigue contando, con los ojos brillando de la emoción, que lo vamos a pasar muy bien. Que nos vamos a vestir todos iguales de color blanco y con un pañuelo rojo al cuello, que le iremos a dar flores al morenico, que nos montaremos en los cochecitos… Me dice que los vamos a ver muchos días, y que hasta el último no se lo tengo que dar.
Yo ya soy mayor, pero no entiendo a mi madre… ¿Para qué quiere un gigante mi chupete?