De estatuas móviles e inmóviles (II)


Tras la puerta verde, nuestros cinco protagonistas aguardaban el estallido del chupinazo que daba comienzo al encierro. Un silencio acompasado de respiraciones agitadas y nervios, muchos nervios. La boca seca. Parecían el quinteto de la muerte. Junto a la puerta, con la mano en la manilla, Papytu. Detrás de él, los dos japos frente a frente, retándose con las miradas, tensos. Un poco más alejados, Ernesto y Lou-Lou, agarrados de la mano.

 

El estallido del chupinazo, puntual como sólo la muerte sabe, retumbó en sus oídos. Sin más preámbulos, Papytu abrió la puerta de par en par a la vez que su enérgica voz les imperaba contundentemente, sin más contemplaciones:

 

-Todos fuera ya… valor y al toro.

 

Nada más salir, el contraste de la luz de la calle con la oscuridad del portal les cegó momentáneamente. Una masa de gente, con la cara denotando la tensión del momento, empezaban a desfilar al trote. Casi todos eran jóvenes guiris. Papytu y los dos japoneses se quedaron un poco más abajo, al inicio de la estafeta donde las columnas de una tienda de ropa. Ella y Ernesto, quietos en el soportal. Ernesto le tranquilizó:

 

-Tú y yo nos quedamos quietecitos aquí, los toros van asustados y al galope, no tendrán tiempo de vernos. Sobretodo, no te muevas.

 

Lou-Lou miró al cielo que coronaba la calle, implorando protección. Se fijó en los balcones atestados de gente con cámaras, teléfonos y demás. El miedo le recorría todo el cuerpo .Las piernas, les temblaban de una manera acorde al latir de su pequeño corazón marsellés, que amenazaba con salirse por su boca. Ernesto le volvió a hablar, esta vez en voz alta, debido al ruido ensordecedor.

 

-Cuando veas los flashes, es que los toros están pasando por debajo. Disfruta, ma petite chérie…

 

Otro chupinazo estalló en la mañana pamplonesa. Esto hizo que los mozos poco a poco empezaron a mudar el trote por la carrera ya desenfrenada. Ahora sí, la gente corría de manera violenta, desatada, como alma que lleva el diablo, mirando atrás y delante de manera frenética. Lou-Lou no había sentido tanta adrenalina y electricidad en su corta vida. Le daban ganas de salir corriendo, a manera y semejanza del resto de corredores. La mano de Ernesto, enérgica, se lo impedía. En un gesto instintivo, empujó con su trasero la puerta esperando que cediera. En vano. Estaba cerrada y bien anclada. Habían pasado el punto de no retorno.

 

Escuchó otro golpe seco y profundo que provenía por encima de las cabezas de los mozos. No veía absolutamente nada, parapetados por una muralla de corredores. Fue entonces cuando los gritos provenientes de los balcones y los destellos incesantes y compulsivos de los flashes subieron aún más de decibelios. Por encima de ellos, los gritos histéricos de las mujeres presagiaban lo peor. Los mozos ahora sí más que correr volaban por encima de los adoquines .Fue en ese momento cuando creyó ver a los dos japoneses corriendo junto a Papytu pasando a toda velocidad por delante de ellos, en un abrir y cerrar de ojos. Detrás de ellos, un sonido que hacía retumbar el suelo de la Estafeta. Los toros y los cabestros, pasaron delante de ellos como centellas, en un abrir de ojos ya habían desfilado delante de ellos.

 

Nuestra francesita respiró como quien ha sobrevivido a un accidente de avión. Tampoco fue para tanto, musito para sus adentros. En el balcón de enfrente, un señor se dirigió a ellos con la mano alzada y el gesto de victoria a la vez que gritaba algo indescifrable Lou-Lou pensó que les indicaba el gesto de victoria, de haber superado el enfrentamiento con los bureles. Esto mismo iba a comentarle a Ernesto. Fue al contemplar su desencajado rostro cuando intuyó que no estaba saliendo todo como habían previsto y que el gesto de victoria no era tal.

 

Ahora si que no entendía nada. Hasta que giró la cabeza, y vio como venían, lenta y acompasadamente dos toros imponentes, y cómo los mozos trataban de dirigirlos a la vez que sortear las rápidas y cortas embestidas de los toros. Dirigían sus desafiantes miradas a diestro y siniestro, como dudando si empezar a correr o detenerse. Los gritos histéricos de los mozos se mezclaban con los de los balcones.

 

De repente, uno de ellos arrancó en corta carrera, y con una velocidad inusitada en semejante mole, levantó por los aires a un mozo cómo quien levanta un papel del suelo. El ruido del cuerpo al caer en el suelo le llegó nítidamente. Aún así, este mozo se levantó de manera sorprendente y empezó a correr a pesar de que en su pantalón se empezaba a ver una creciente mancha roja. Lou-Lou creyó reconocer a uno de los dos japoneses que estaban en el piso. Ambos dos, perseguido y perseguidor, pasaron delante de ellos y se perdieron entre la muchedumbre.

 

Fue entonces, cuando escuchó un bufido aterrador. Giraron los dos la cabeza al compás. Allí estaba, delante de ellos, mirándolos desde la acera de enfrente, Un toro totémico, esplendoroso y poderoso, mirándoles con desafío desde la acera de enfrente, a escasos cinco metros de donde se encontraban Ernesto y ella. La baba le colgaba de su gigantesca cabeza, coronada por dos cuernos que a Lou- Lou le parecieron infinitos. En su frente, unos caracolillos abrigados por dos ojos negro tizón, anunciando un enfado platónico. Las pezuñas retumbaban en la piedra de manera escandalosa. Jamás pensó que un toro pudiera ser tan grande.

 

Todo el griterío y la gente, antaño ensordecedores y numerosos, habían desaparecido. Hogaño, solo la respiración de ellos dos y el bufido atroz de la bestia. El tiempo detenido, flotando en el aire el jaque de la muerte. Un paso, otro paso, el toro se les iba acercando. Ernesto, agarrándole de la mano, le susurro:

 

-Quieta, quieta, tranquille….

Lou-Lou pensó que se iba a desmayar. Cerrando los ojos, se encomendó a su Aitatxi. Cuando los abrió, el toro seguía ahí.

 

Entonces, en un instante, como un resorte, arrancó el toro e hizo por ellos.

 

(Continuará…)