De estatuas móviles e inmóviles (III) 1


Allí estaba, delante de ellos. Un toro totémico, esplendoroso y poderoso, mirándoles desde la acera de enfrente, a escasos cinco metros de donde se encontraban Ernesto y ella. La baba le colgaba de su gigantesca cabeza, coronada por dos cuernos que a Lou- Lou le parecieron infinitos. En su frente, unos caracolillos abrigados por dos ojos negro tizón, anunciando un enfado platónico. Las pezuñas retumbaban en la piedra de manera escandalosa. Jamás pensó que un toro pudiera ser tan grande.

 

Lou-Lou pensó que se iba a desmayar. Cerrando los ojos, se encomendó a su Aitatxi. Cuando los abrió, el toro seguía ahí. Entonces, en un instante, como un resorte, el toro hizo por ellos. A una velocidad inusitada, trepidante.

 

Un instante antes de la embestida, Ernesto, galante como pocos, se puso delante de Lou-Lou. Este mínimo movimiento fue el que hizo que el toro embistiera de manera tremebunda contra él. Con el pitón izquierdo, el burel le alcanzó a la altura del abdomen y lo elevó del suelo como un pelele. Ernesto, con su mano derecha se intentaba proteger inútilmente del astifino pitón, mientras que con la izquierda se apoyaba en el testuz de la bestia.

 

Lou-Lou notaba la furia del animal, su respiración corta y su olor, proveniente de la dehesa sevillana. Se quedó quieta, como una estatua, sin poder evitar contemplar a escasos cinco centímetros como el animal acometía por segunda vez contra Ernesto, ya fuera del portal, en mitad de la calle. El griterío proveniente de los balcones hacía presagiar lo peor .Los pastores, azuzaban por detrás al animal intentando en vano que éste se olvidara de Ernesto, ya con la camisa ensangrentada. Otra vez lo levantó por el aire y al caer le trinchó el pitón por el muslo izquierdo, de tal manera que Lou -Lou vio como salía por el otro lado, como una aceituna empalillada en una copa de martini.

 

Lou- Lou decidió abandonar su estatismo. Sin pensarlo, y con lágrimas en los ojos, empezó a golpear al toro. Agarrando con fuerza la txapela roja de su aitatxi, empezó a golpear al toro en el costado. El toro, encelado, seguía a lo suyo,  es decir, desmontando el cuerpo de Ernesto. Al ver que no hacía caso, le agarró por el rabo al toro y empezó a tirar. El toro, como quien espanta moscas, se desplazó en un semicírculo con una elegancia propia de los mejores salones de Austria. Eso si que era surfear y no lo que hacía en verano en Hendaya con sus amigos pijos.

 

Lou-Lou salió despedida diez metros por la inercia de los 620 kilos de furia andaluza y dio con sus huesos en el adoquín. El estozolado fue tremendo. Ahora sí que estaba jodida, musitó para sus adentros. No era mal sitio para morir, pensó. Boca abajo, observó cómo el toro olvidaba el cuerpo tendido de su amigo Ernesto o lo que quedaba de él, para fijar su mirada en ella. El toro, con la bravura propia de sus genes, empezó a correr hacia ella.

 

Fue entonces cuando, salidos de la nada, dos zapatillas se interpusieron entre el toro y ella. Levantando la mirada pudo observar como un mozo estilizado, atraía la atención del toro. Quieto, con los brazos en cruz, citaba al toro. Inmóvil, El toro, encelado y desatado, arrancó en corta carrera. El valiente mozo, hizo un recorte seco, izquierda derecha. Con la inercia propia de media tonelada de carne en carrera, al intentar alcanzarle, el Miura fue a parar también al suelo Una milésima antes de encontrarse con él justo cuando iba a alcanzarlo. Esa corta distancia que separa la vida de la muerte fue suficiente.

 

Raudo y veloz, el mozo le cogió a Lou-Lou por la mano, levantándola del suelo. Sus miradas se cruzaron. Pudo observar durante un instante su cara .Era un bigote a un rostro pegado. Era Papytu. Guiñándole el ojo, le imperó:

 

-Corre Lou-Lou, corre como nunca lo has hecho.

 

El toro empezaba a levantarse del suelo. Nuestra francesita empezó a correr por primera vez en la Estafeta a las ocho de la mañana. Más que correr volaba, sus pies casi no tocaban el suelo. Ahora sí que Lou-Lou estaba corriendo delante de la muerte. Sin mirar atrás, asustada, luchando por su vida, empezó a abrirse paso entre el gentío. Aterrada, notaba cómo su corazón marsellés bombeaba a golpes su preciada vida. Fue en ese instante cuando se sintió inmortal. Viva. Al filo de lo imposible.

 

Levantando la vista, pudo contemplar al fondo la imponente mole de la plaza de Toros. Ya faltaba poco para el final. Nunca más correré el encierro, Lo prometo, pensó al saberse casi a resguardo.

 

Casi casi, ya que al fondo, en el callejón, otro Miura, desorientado, daba la vuelta.

 

 

(Continuará…)

 

 

 

 

 


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