De estatuas móviles e inmóviles (IV)


Aún resonaba en su mente la frase de Papytu implorándole:

 

-Corre Lou-Lou, corre como nunca lo has hecho.

 

Ya emergía ante sus ojos la mole de cemento del coso pamplonés. Quedaba atrás el Miura que tan íntimamente había tenido el placer de conocerlo. Se oía con nitidez sus pezuñas, como los tacos de los futbolistas en el túnel de vestuarios. Estaban fuera de lugar, y eso el toro lo sabía. De ahí su enfado y rabia hacia todo lo que veía por delante. En este caso, era el precioso trasero marsellés de Lou-Lou. A una distancia considerable, pero que a cada trote del burel menguaba de manera inexorable.

 

En la curva de telefónica no había ni rastro de los no corredores. Éstos habían desaparecido por arte de magia. Tan solo unos cuantos valientes dominaban como podían sus nervios tratando de atemperarlos, como auténticos héroes, delante de los toros de Lora del río. Ellos y nuestra valerosa marsellesa.

 

Lou-Lou pensó en la retirada, ya que vio cómo la gente huía aterrorizada por debajo de los tablones que a ambos lados de la calle encerraban la carrera. De inmediato, descartó la idea, ya que al final de la cuesta se veía la luz de la plaza de toros y pensó que podía llegar, puesto que el toro que tenía detrás se distraía con los corredores que intentaban citarlo. Ya faltaba menos.

 

Pasado el punto de no retorno, contempló no sin estupor cómo justo por el callejón otro toro salía desorientado, contra carrera, lanzando una serie de derrotes tremebundos a izquierda y derecha. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, le vino no sabe porqué esa tonadilla a la cabeza. La verdad que haberlas haylas, solo que en este caso en forma de seiscientos ochenta kilos con cuernos infinitos.

 

El espacio se acortaba como el del reo ante el cadalso. Lou-Lou era en estos momentos la parte jugosa de un sándwich mortal. La sensación de miedo era tan intensa que  todo parecía flotar. Notaba cómo bombeaba su pequeño corazón marsellés de manera desenfrenada. La realidad mutando a un sueño mágico. Todo fuera de sí, irreal, a cámara lenta, faunos incluidos.

 

A su izquierda veía como un fornido brazo de un policía le invitaba a correr hacia él y escapar del recorrido. Y casi logra alcanzarlo, mas debido a la carrera que llevaba y el astado que le escoltaba no pudo frenarse. El encuentro era inevitable. Ahora sí que no tenía escapatoria, Tendría que luchar y enfrentarse a sus miedos. Pelear por su vida. Nadie más le podía ayudar, como anteriormente lo habían hecho Ernesto y Papytu.

 

Así que tomo la determinación de acelerar y correr con fe hacia una muerte segura. Ahora sí que podía ver al nuevo Miura, éste de un subido tono  colorado. Sus ojos perdiz, claros en contraposición de su color, ya se fijaban en ella. Esto no era ninguna novedad en su vida. Siempre lo habían hecho. Además, ya era el segundo Miura que se hacía notar. Lou-Lou los estaba volviendo literalmente locos.

 

Y así era. Los toros, al oirse, olerse y escucharse, arrancaron en corta carrera uno contra el otro. .Como poseídos de unos extraños celos. Fue tan solo un resquicio el que pudo ver Lou-Lou como escapatoria. Posando una mano en cada testuz antes de la colisión y dando gracias a Dios por el tipín con la que le había obsequiado, se escamoteo por un hueco imposible, casi propio de una no muerta en la rendija de un panteón, de un gato por debajo del hueco de la puerta.

 

El choque de los dos trenes retumbó en las paredes del callejón. Como buenos hermanos, los toros discutieron un instante y tras darse sus credenciales, retomaron la carrera, como dos guardaespaldas detrás de su protegida. Porque así era ella La elegida. Una entre un millón. Única.

 

Al entrar en la plaza, un grito unánime de diez mil almas alertaban de la entrada de los dos toros hermanados y una francesa, La gasolina se le terminaba a Lou-Lou y en un último esfuerzo, quemó su último gramo de fuerza para literalmente tirarse sobre la arena. Los toros, embebidos, iban a hacer por ella, pero el capote del doblador se interpuso entre ella y sus dos siniestros acompañantes. Fue la diferencia entre vivir o morir. Los toros, como un tren que enfila su camino, se perdieron por los corrales de la plaza, quizás soñando con su Zahariche natal.

 

Ahí estaba Lou-Lou. Tendida boca arriba, resoplando, sudada, tirada en el albero pamplonés, con los cabellos de su melena mezclándose con la arena, casi cómo en una playa de la Côte D´azur, abrazando de nuevo a la vida y alejándose momentáneamente de la muerte.Había luchado con todas sus fuerzas y al final  lo había logrado. Tapándose el rostro con las manos, se puso a llorar de una manera infantil, pucheros incluidos, soltando toda la tensión acumulada.

 

Fue entonces cuando extenuada, empezó a escuchar un aplauso unánime del gentío, a la vez que unos coros empezaban a entonar un cántico al unísono: torera…, torera…la ovación atronadora le hizo volver del trance .Abriendo sus ojos verde esmeralda, pudo contemplar la recién estrenada mañana. Sobre el cielo añil, un albatros la saludaba, planeando con sus alas, majestuosamente desplegadas Tras dar tres vueltas sobre el coso, prosiguió su camino hacia el gélido norte. Desde este mismo momento, Lou-Lou pasaba a la categoría de torera. La gran valiente marsellesa.

 

THE END