Son más de treinta años de profesión y en mi vida había visto algo semejante. Y créanme que treinta años dan para mucho: encías putrefactas, raíces indómitas, operaciones maxilofaciales, infecciones jodidísimas y mil cosas más, pero nunca, nunca, me había topado con algo como aquello. De hecho, cuando Bryan abrió la boca un inesperado vértigo me hizo tambalearme. Aquello no era boca, era un derribo. Si exceptuamos las cuatro muelas traseras el resto de la boca no existía, o lo que es peor, existía pero a cachos. Un pedazo del colmillo derecho le asomaba ligeramente de la encía y otro trozo de un premolar se aferraba a su raíz con triste agonía; del resto de piezas no había noticia.
Miré la ficha. Llevaba viniendo a mi consulta desde crío. Yo mismo le había puesto la ortodoncia.
-A ver, Bryan, cuéntame qué te ha ocurrido, ¿cómo ha sido posible este desastre?
El jovenzuelo me miró. Y en la profundidad de sus ojos azules empezó a fraguarse una tormenta de lágrimas. Antes de echarse a llorar acertó a decirme:
-San Fermín… yo estaba muy borracho… en una plaza… había una fuente…
Eso pasa por no saber beber de una fuente. Deberían poner dispensadores de vasos de plástico. Sería mas cómodo.
El plástico es muy contaminante.
De todos modos, habría que averiguar si fue este dentista el que mató al león Cecil en Zimbabwe.