El momentico 2


Xabi, como todos los años, almorzaba el día seis en el piso que uno de la cuadrilla tenía en la calle de la Curia. Con el paso del tiempo a la cuadrilla se le habían ido añadiendo parejas e hijos que convirtieron el piso de la Calle Curia en un lugar más estrecho, bullicioso y feliz.

Xabi, como todos los años, abandonaba el almuerzo a eso de las once de la mañana y, puñelico en el puño, corría hasta la residencia de ancianos donde su madre, la señora Milagros, se extinguía muy lentamente y sin notarlo por obra de un Alzheimer puñetero que le había cercenado el habla y la memoria hacía ya bastante tiempo.

Xabi, como todos los años, saludó a las cuidadoras, besó en la frente a su madre y le empezó a hablar como si ella tuviera la capacidad de entenderlo. Le enseñó el pañuelo rojo que en breve le anudaría al cuello, le contó los detalles del almuerzo y la terrible borrachera que Koldo, aquel amigo soltero y gigantón, iba camino de pillar.

Xabi, como todos los años, empujó la silla de ruedas hasta colocarla frente al televisor. Era su momentico, el de los dos. Acaso era un acto absurdo, sin duda, pero no menos absurdo que levantarse a las cuatro de la mañana para ir a la fábrica.

Xabi, como todos los años, esperó a que el cohete estallara en el cielo vertical de la Plaza del Ayuntamiento y le ató a su madre el viejo pañuelo con el santo bordado. Luego la miró a los ojos, perdidos y cristalinos y, como todos los años, jugó a creer que algo de aquel ritual había quedado en el interior de su mirada.

Como todos los años, Xabi, a eso de la una, avisó a una cuidadora para que recogiese a su madre. Él ya se marchaba. Y como todos los años antes de despedirse la besó en la frente y le susurró al oído «viva san Fermín» (así, suave, sin vigor ni exclamaciones). Como todos los años no esperó nada a cambio de aquel beso y se giró para salir a la calle. Sin embargo, contra todo pronóstico, en aquella ocasión un sonido liviano, casi imperceptible, le agarró por la espalda: «Viva», contestó la madre.

Fue entonces cuando Xabi, afligido, comprendió que aquella palabra inesperada no era más que una hermosa despedida, que aquel sería el último año.

 


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