Mario llevaba tiempo esperando esos Sanfermines. Había hecho sus pinitos en fiestas de pueblos delante de vacas y novillos. Y había corrido su primer encierro de toros en Tafalla. Pero ese año iba a correr su primer encierro sanferminero. Durante los días previos a las fiestas estuvo viendo los encierros de los dos años anteriores que su padre grababa y guardaba como oro en paño. Cada encierro que veía se imaginaba las carreras que iba a hacer. Cogiendo toro a la altura del Piri y aguantando su carrera hasta el Fitero. Era 1.994.
Tenía bastante claro que el encierro del día 7 no lo iba a correr. El día 6 sería largo y no tenía intención de irse a casa para estar fresco. Su idea era correr el día 8. De empalmada por supuesto. Llegaría un momento de la noche en el que apartaría el alcohol, se bebería un par de cocacolas y se iría a por la prensa. Pero llegado ese momento lo que se le cruzó aquella noche fue una morena. Mario sabía que habría más encierros pero no tenía tan claro que fuera a tener más oportunidades de ligar durante los sanfermines. Anduvo fino Mario. Gracioso y cariñoso. Divertido y vacilón. Pero a Mario se le escapaban vivicas. Le faltaba lanzarse. Y la noche de aquel 7 de Julio se quedó sin encierro y sin chica.
Sería el 9. Ya no podía esperar más y no iba a dejar que nada ni nadie se cruzara en su camino. En los toros y la cena lo dio todo. Pero durante la madrugada echó el freno. Estaba nervioso. Los katxis de kalimotxo pasaban por sus manos pero solo les daba pequeños sorbos. Después de dos refrescos, a las 6:30 Mario se despedía de los amigos como si fuera su último adiós mientras ellos pasaban bastante de él y aprovechaban para recordarle su bajonazo del día anterior.
Se fue tranquilamente al puesto que había en la Plaza de los ajos y compró el periódico. Poco a poco. Despacio y haciendo tiempo cruzaba la calle Mayor hacia la Plaza Consistorial. Una vez allí intentó ubicarse. Dio varias vueltas pero no encontraba su lugar. Se giró hacia Santo Domingo y se incorporó a la hilera de corredores apoyados en la pared del Ayuntamiento. Se sentó y empezó a leer la prensa. Cada dos minutos miraba el reloj del que estaba a su lado pero el tiempo no pasaba. Escuchaba las conversaciones. Veía a la gente bajar hacia la hornacina. Saludo a un par de conocidos y se tranquilizó. Luego Mario vio a su primo. Después a David. Se levantó y empezó a hablar con él. David era compañero del colegio y había debutado el día 7. Empezaron a estirar. El corazón le iba a mil. Se despidieron y se desearon suerte. Mario se apoyó en Unzu y esperó allí el cohete. En esos tres minutos que pasaron hasta las ocho empezó a ver a conocidos pasar delante de él deseándole suerte. Todos parecían tranquilos. Él estaba acojonado. Sonó el cohete y Mario echó a andar. Enfiló Estafeta y empezó a trotar mientras saltaba esperando ver a los toros coger la curva. La gente aceleraba a su lado y él aceleraba con ellos . Pero no veía a los toros ni los oía. Estaba bastante perdido. Se apartó y se subió a la acera. Se quedó allí esperando a que llegaran entre empujones y golpes. Vio pasar a David. Poco después los toros. No esperaba esa velocidad, ni esa violencia, ni ese tamaño. Se volvió a casa con un sabor agridulce. De un lado la ilusión de verse metido en el recorrido. De ver pasar a los toros. De saber que iba a correr muchos más encierros. Del otro lado darse cuenta de que lo que tantas veces había visto en la tele era otro mundo. Que esas carreras que había imaginado igual nunca se producirían.
Tras ese encierro vinieron muchos más. Algunos mejores y otros peores. Mañanas gloriosas para Mario. Con caídas y sustos. Con carreras que aún recuerda. Cada vez que entraba en el recorrido sentía algo especial. Una sensación que varios años después de dejar de correr todavía echa de menos.
Buen apunte, eso de que nada tiene que ver la plasticidad televisiva del encierro con la increíble violencia que lleva en vivo.
» Pero a Mario se le escapaban vivicas «. Entiendo que él se quedaba coleando……………..