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La cuarta parte de aquel mudo concierto tendría lugar en la Plaza, en un discreto lugar, dejar el centro coronado para mejor ocasión, ascender hasta perderse dentro del laberinto de la corona estaba reservado para otra más propicia, el hombre del tambor, luna plena sin pergamino, en esa calurosa hora del ángelus, se esfuerza por no perder la compostura, moverse a esa hora por el centro de la ciudad en cuidada formación no era cosa menor, cuanto más, manteniendo el paso para que nadie pudiera dudar de la profesionalidad de aquellos adalides del pentagrama llegados desde las entrañas de la ciudad, cuando el señor director estaba a punto de gritar el título de la siguiente pieza, todos ya con la boquilla del instrumento en la propia, aparecen como por ensalmo de una calle adyacente un grupo de alborotados aficionados, la batuta cae desmayada de su mano, sus hombros se descomponen hasta parecer un monigote sin muñidor que lo sostenga, lanza una mirada de resignación a su grupo y espera que los desafortunados hagan mutis por el foro, algunos espectadores se acercan solícitos a secar el sudor de aquellos aguerridos guerreros de la farándula, cuando todo está de nuevo dispuesto, se recompone la esfinge del señor director y todos al unísono comienzan otra pieza. Los alborotadores ante la solemnidad del momento guardan un cándido silencio.