III Certamen Internacional de microrrelatos San Fermín – Julio 2011


Sueños infantiles – Maider Saldías Madoz

Mis sueños infantiles nunca lo fueron, nunca conocí el sabor de un helado de fresa o el jugar con otros niños en la Plaza del Castillo mientras nuestros padres nos observaban desde el banco más próximo. Mi mamá me puso a vender globos de colores bien chiquita. Qué globos más bonitos, sobre todo los de muñecos esos que salen por la tele, que aunque estaban en mi diminuta mano, nunca fueron míos. Eran para otros niños cuyos padres tenían dinero y a los que, sorprendentemente, no les importaba gastarse 4 euros en cada uno aquel día de Julio. En aquella ocasión, vendí cantidad de ellos. Recuerdo que la plaza estaba a rebosar aquella mañana, lo raro es que la gente iba de blanco y rojo y algunos incluso manchados hasta arriba, pero a pesar de esto último, en su mirada brillaba una luz muy especial. Tal vez era por el mágico líquido que llevaban consigo en un vaso o porque simplemente, era un día feliz, de esos que raramente vives contadas veces al año. Tuve ganas de unirme al bailoteo, de jugar con otros niños y de contagiarme de aquella satisfacción, pero mi madre me tiró del brazo para cambiar de rincón.

 

Revivir – Pilar Alvarez del Manzano Albiñana

Odiaba a Michel. ¡Dejarme tirada! ¡Y por un tío! ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Me estaba volviendo loca en aquel hotel de Pamplona, donde se suponía que íbamos a disfrutar de unas vacaciones inolvidables. Pasaba horas bajo la ducha, restregándome la piel, para borrar sus besos, impostores, humillantes. Sentía nauseas. La cabeza me daba vueltas. Salí a la calle, no podía más. Deambulé, sin rumbo. Las calles vestían el rojo y blanco del 7 de julio. Delante de mí, los Gigantes y Cabezudos se abrían paso, mientras los niños corrían a su alrededor entre temerosos y divertidos. Todo el mundo cantaba y bailaba ritmos marcados por flautas y tambores. Poco a poco, y sin saber cómo, su alegría se iba apoderando de mí. Sentí el calor humano y me quedé dormida, en la calle, rodeada por otros cuerpos ebrios de felicidad. Me desperté, sin pasado, y me dirigí a la cuesta de Santo Domingo, donde, según la guía para turistas, se corría el encierro. Me acerqué. Demasiado. El toro venía hacia mí. Me quedé pegada al suelo, paralizada de miedo. Una mano firme tiró de mí. Me sentí viva. Me dejé llevar.

 

Soñada Arena – Peio Crespo González

Corría y corría, resbalando, tropezando, esquivando a los demás, dejando paso a otros. Impulsado por una fuerza interior, por voluntad, adrenalina y miedo. Corría a unos centímetros de la mancha negra, por delante, a menudo por detrás, casi siempre a su lado, tocándolo, acariciando su lomo, sus frías y afiladas defensas, como si el gesto influyera en su benevolencia. Como quien amansa a la fiera. Una lucha desigual en fuerza e inteligencia, no así en instinto. Sentido primario capaz de salvar una vida, la mía, o varias, ahí los demás corredores. Capaz de indicarte el camino, capaz de indicarle el camino. Corría y gritaba, y respiraba y de reojo le veía acercarse para luego alejarse, para volver cerca de mí, y respiraba más rápido, el corazón bombeando sangre a la cabeza, insuficiente para pensar con claridad, pero suficiente para seguir corriendo y esquivando y reponiéndome de cada resbalón, de cada salto. La cabeza un segundo hacía adelante y otro hacía atrás, en repetición constante, ajustándome a la carrera, piernas veloces, preparadas. Y cae el de delante y otro a su lado, y saltas, pero él no, no lo necesita, pasa por encima, su objetivo no es ese, compartís meta. La arena, la soñada arena.