Judith González (La Zubia, Granada)
No me gustan que masacren toros
Nunca pude entender el placer malsano de gozar con la muerte de nadie, ni siquiera de un animal. Por eso jamás fui a una corrida ni adherí a ningún festejo que tuviera que ver con el sufrimiento. Hace poco vi la posibilidad de escribir a un concurso de relatos, el premio era prometedor, pero… la temática era la famosa fiesta de San Fermín. “Por ética no debería participar”, me dije, aunque mi voluntad de escribir me planteó sortear el obstáculo diciendo la verdad. Y la verdad es que esta fiesta no me gusta nada. Pensé entonces que tal vez podría escribir de lo que pienso, de lo que siento de esto; pero caí en cuenta de que si esto es un gran negocio, mis apreciaciones no sólo caerían en saco roto, sino que serían muy mal recibidas. Matar, azuzar, o maltratar, nunca debería ser un placer, un arte ni el pretexto para un festejo, es lo que pienso. Mandé el texto y olvidé el concurso. Podría haber intentado una ficción más convincente, pero no quise. Quiero mucho a los animales y no escribiría ni una línea que alentara a hacerles daño. De todas formas es tan difícil ganar, que al menos, habré sido sincera.
Reynier Carvajal Iglesias (Gascue – Santo Domingo, Republica Dominicana)
El toro y la muchacha de bronce
Lanzan el chupinazo y arde la multitud aglomerada al rededor de la plaza de Pamplona. A lo lejos un soldado gigante de madera alza una pañoleta azul con bordados color gualda. —¡¡¡A comenzado LA FIESTA!!!– Vocean todos entre cánticos y encierro. Mas ella, quedó sola, sentada sobre un toro de hierro que siempre ha estado aguardando en la inmediaciones del parque. Sus lágrimas invocan la alegría, aunque coquetean con algo de nostalgia. Con su mano blanca y sedosa acaricia al animal de metal; acerca sus labios rojos y juveniles a una de las orejas del toro, y le susurra con tierna voz -¿Ves las lágrimas de bronce que corren por mi mejilla? Son para fundirse con tu metal entre encierros y júbilo, y por siempre compartir juntos, cada año, 204 horas de pueblo y tradición.
LUIS MANUEL ORMACHEA AZPILCUETA (SOCABAYA – AREQUIPA, PERÚ)
EUCARISTÍA
Suele ocurrir: el sol viaje sobre nuestras cabezas o los patios, gire, devorando, incluso, a las músicas más orgullosas: ¿qué sería del pobre artefacto de telarañas que ha atrincherado su belleza, entre la inalcanzable soledad y esa ternura de las madres cuando inmolan un delicado trozo de mar? Sol que detiene oleajes y permite el cordero huya por un antiguo cauce de aluviones ¿Hacia dónde lo llevará a devorar? Cuando fui río y las únicas verdades posibles las hallaba en los ojos de risa convergente del cráneo de los corderos, y toda esa música comenzaba a brotar como un manto de flores Cubrían mi cuerpo y tan humanas que era fácil confundirlas con algún mal, alguna podredumbre, y es por eso, mi padre, conmovido pastor, nunca permitió que volviera a la luz; entre las grietas de mi refugio los rayos del rezo al proclamar su cúpula fundamental siempre fueron deslumbrante amenaza.
Juan Román Muñoz (Sant Feliu de Buixalleu, Girona)
El destello
Derrotaba el morlaco de una manera espantosa, el muchacho, con una tremenda cara de espanto, intentaba salir de aquel espacio entre las astas que presagiaba tragedia. Algunos corredores intentaban llamar la atención del toro, pero el animal seguía en sus trece, y suerte tuvo el chaval que fue entre una ventana de rejas donde lo tenía atrapado. El toro golpeaba una y otra vez, pero las rejas trababan sus golpes y ninguno conseguía alcanzar al muchacho; era como si una coraza invisible le protegiera. Y así estuvo un rato, con la garganta en un puño de todos aquellos que presenciaban la temible escena. Algunos testigos dijeron que vieron algo, como si un porticón de la ventana se abriera y saliera una luz; otros que un gran destello del sol se había reflejado contra el cristal. La cuestión es que el toro giró y se sumó a la carrera. El muchacho lo recordaría durante toda su vida, aquel momento en que su pecho estuvo expuesto a las astas de un miura. Él no supo nunca que obligó al toro a retirarse, pero a lo largo del tiempo permaneció la leyenda de que al toro lo había deslumbrado el Santo.