Isabel Delgado Martínez de Iturrate (Pamplona, Navarra)
Noches sanfermineras en los años 70
A las once de la noche quedábamos todas las amigas en la puerta del club Larraina. Allí esperábamos hasta que salía el hermano de una de nosotras que nos colaba sin pagar entrada. Subíamos a las mesas del primer piso y entonces se producía uno de los grandes placeres de esas noches: pedíamos una botella de cava para todas -entonces decíamos champán-. ¡Qué mayores nos sentíamos con aquella copa en la mano!, aunque solo nos llegaba para unos cuantos sorbitos. Cuando empezaba la actuación de nuestros grupos favoritos: Los Brincos, Los Sirex, Los Diablos, etc., bajábamos a bailar y a gritar, como posesas, y aprovechábamos para ligar con los chicos que nos gustaban. A veces, conseguíamos que alguien nos presentara a los artistas y ya nos quedábamos en éxtasis el resto de la noche. Recuerdo que yo estaba loca por el cantante pelirrojo de Fórmula V; el día de su actuación, me desgañité gritando de tal manera, que conseguí que me regalara el pañuelo que llevaba al cuello. Durante mucho tiempo, aquel pañuelo color azul cielo durmió conmigo. Todavía lo conservo y sonrío cada vez que lo veo. El amanecer era un divertido paseo hasta las barracas rememorando lo mejor de la noche.
Pamela Pintado Guerrero (Madrid, Madrid)
La Vuelta.
Me despierto escuchando una voz interior que me llama. Es extraño, pues llevo un año esperando este momento, reprimiendo mis instintos, y sin embargo no recuerdo el por qué. Unas manos surgen de la nada a mi alrededor y empiezo a notar como me engalanan, me disponen, me acicalan. De repente algo me empuja hacia la calle. Estoy flotando sobre miles de personas, de txistularis, de gigantes y cabezudos, de maceros, de manos agitándose. Es como si todo el mundo me estuviera esperando. Los ecos del estallido del chupinazo resuenan en mi cabeza y de pronto asimilo todo con total lucidez. La voz que me despertó vuelve a mi y me susurra: – ¡Gora San Fermín!.
Isabel Lizarraga Vizcarra (Logroño, La Rioja)
La ventaja de Robotnik
Se había ajustado el ojo biónico justo antes de activar las coordenadas que calcularían la relación entre la magnitud de su cuerpo poliarticulado y la necesaria aceleración. Su sistema electromecánico funcionaba bien: el codificador central podía implementar su propio equilibrio en un vertiginoso desplazamiento bípedo. Por si acaso, ensayó un leve impulso desde su sensor eléctrico para hacer oscilar los brazos mecánicos: aquello proporcionaría un plus en el avance terrestre. ¡Excelente! Su computadora central recontó el recorrido: Cuesta de Santo Domingo, Plaza del Ayuntamiento, Mercaderes con su curva, la Estafeta, fachada de la Telefónica y, por fin, la Plaza de Toros. ¡Sería capaz de culminar el camino completo entre 120 y 180 segundos! ¡Qué pasmosa perfección en su software, frente a la ordinariez carnal de los corredores humanos! ¡Qué belleza, su cuerpo ligero de acero superando la sudorosa musculatura del hombre! Llegada la hora, estalló el sonido del cohete, se removieron las hordas humanas y sobre el empedrado sonó el eco de las pezuñas de la ganadería… ¿Pero qué? ¿Pero qué es esto? ¡Ese toro, ese astado tremendo que no suda ni jadea está orientando hacia mí su GPS! ¡Utiliza tracción aerodinámica! ¡Que me alcanza! ¡Que me al…crash!
Gustavo Nicolás Bruné Sarubbi (Barcelona, Barcelona)
LA BÚSQUEDA
-No seas loco cojones. Vinimos acá a trabajar. -Déjame chico. -Allá tu asere- fue lo último que Ernest escuchó antes de montarse en la guagua. Despertó con una multitud alcoholizada, le gustó. “En que pinga de sitio estaré”. Entró en un bar y encaró a un paisano viejo, gordito. -Hombre, tas chalado si pretendes encontrar a nadie en fiestas- contestó luego de analizar la foto de una mujer. -¿Y mi padre? -Jajajaja- le devolvió la otra foto- piérdete chaval. Salió del bar lentamente con un Pacharán. Lo asaltó el recuerdo de su extraño padre: “¿Tu madre?, era una puta española” y reía. Ernest juró encontrarla. Después una vieja santera barrial lo guió: “Pamplona”. Camino hasta una multitud que arengaba sobre una calle. Otros, de blanco y pañuelos rojos, corrían como locos dentro. “Es aquí asere…”, le susurró Oshun. Al otro lado vió a la mujer de la foto. “¡¡Coño, Mama!!”, una emoción nunca antes sentida le embargo su pecho. Llorando salto la valla e intento cruzar el gentío. De repente sintió que algo le quemó dentro y voló por los aires. Cayó mareado, inconexo con el mundo, muriéndose sobre la fría calle. “Mamaaaa”, fue lo último que dijo antes de apagarse para siempre.
MANUEL MOYA ESCOBAR (FUENTEHERIDOS, HUELVA)
MUERTECITA VIVA
Niño, catorce horas de autobús, para quedarte muerta. Llegué reventada y dormí en un parque, junto a cientos de chicos. Cuando se pusieron en marcha, los seguí. Como loca por estar donde estaba. La adrenalina burbujeaba por mi cabeza. Para morirme, tú. Preguntando, supe por donde aparecería. Como un clavo hasta que, niña, puedes figurarte, zas. Al verlo tan guapo, me quedé como muerta, peor que muerta, muertecita viva. Tanto leerlo y leerlo y ahora, mira tú, con un nudo en los mismísimos. Hasta que pensando en lo que me dirías si me rajaba, me dije, Juan Carlos, reina, aquí hay que morir y, niño, ahí me tenías que ver tú, como una loba, a lo que fuera. Míster Ernest, dije con el corazón capaz de darme algo, no sabe cuantísimo lo admiro y, mire, le tengo escrito este cuentito para usted. Yo creo que no me entendió, porque dándome un empellón, fui a parar, qué susto, al centro de la carrera, y eso fue lo que sacaron por la tele, cielo. Lo que no se vio fue cuando se acercó para preguntarme en inglés que dónde coño había aprendido a correr así. Niña, capaz de haberle sacado los ojos. Por mis muertos.