IV Edicion Certamen Internacional Microrrelatos San Fermín


Pablo García (Buenos Aires – Buenos Aires, Argentina)

Una misma alma

Moro veteado si es que los hay. El hombre, prolijo en su humilde camisa blanca; impecable en su humildad; dispuesto, valiente. Cascos pegando sobre los adoquines en retumbos nobles, como ecos de otras corridas mil veces más sangrientas y terribles, las corridas del hombre que corre al hombre. Van el uno y el otro; aquel desorientado entre empalizadas y empedrados, azuzado por los gritos y las manos en alto, pitones al viento, cabeceando a diestra y siniestra como buscando la salida a su pesar; ¡es tan distinto todo en los prados, tan serenas las tardes, tan rebosantes de sosiego! Entre boinas enjutas y pintonas, como quien se sabe vencedor, el hombre se lanza a la carrera delante de la tropilla, intentando bendecir en la crisma al mismo diablo. Buscan sus yemas apoyarse entre los estiletes curvos de los cuernos algo bizcos. Buscan sus ojos los de la bestia para amalgamar sus miedos; para confesar su temor sólo ante la desesperada mirada del toro. Y corren en ese amasijo de minotauros que escapan y tropiezan desordenadamente, se atolondran en el remolino de gritos y mugidos desafinados que es el encierro. Toro y hombre perdidos en el callejón, como si los atravesara una misma alma.

 

ALFREDO MACIAS MACIAS (arroyo de la miel, málaga)

EN SAN FERMÍN, INTENTA SER FELIZ

EN SAN FERMÍN, QUE NUNCA LLEGUE A TU CABAÑA EL MIEDO, QUE NUNCA ABRAN CON SANGRE TU COSTADO, QUE NUNCA SIENTAS QUE PISAN TU TEJADO, QUE NUNCA TE SEÑALEN CON EL DEDO. EN SAN FERMÍN, QUE NO AMANEZCAS SOLO Y TU CREDO, NO ESCUPA NINGÚN HOMBRE DESALMADO. QUE NO TE OLVIDEN TUS SERES MÁS AMADOS, COMO UN TORERO AJADO SOBRE EL RUEDO. EN SAN FERMÍN. QUE ENCUENTRES EL LUGAR QUE NECESITES, QUE SEA EL AMOR TU BIENESTAR, TU SEDE, QUE DISFRUTES CON ENTUSIASMO TUS PLACERES. EN SN FERMÍN, QUE DE TODS TUS PENAS TE DESQUITES Y AUNQUE SUFRAS MIL DESDENES, INTENTA SER FELIZ… SÉ QUE TÚ PUEDES…

 

IDOIA ORDORIKA OZKOIDI (PAMPLONA, NAVARRA)

¡AGUA!

A partir de este momento, donde ponga negro, lean subsahariano – por aquello de lo políticamente correcto. Lo vi dirigirse con su hatillo al hombro hacia la pared de San Nicolás, en el Paseo de Sarasate. Era alto, delgado, fibroso. Tenía ese bello andar elástico propio de anuncio de zapatillas deportivas. Se detuvo de espaldas a la pared, miró hacia los lados y extendió despacio la manta sobre el suelo. Comenzó a ordenar los relojes, cinturones, abanicos, con movimientos rápidos, precisos, huidizos. Tenía los ojos grandes y oscuros, algo tristes e inseguros. La mirada de quien se gana la vida peleando contra cada día, de quien vive al margen de un sistema que debería darle cobijo. Le miré, nerviosa, porque acababa de ver también a una pareja de municipales recorriendo a pie la calle y espantando manteros. Pero el negro no los vio. Caminé delante de él, a espaldas de los munipas y susurré: “¡Agua!”. Levantó la cabeza y rápidamente tiró del cordel reconvirtiendo la manta-mostrador en un hatillo. Se escurrió entre la gente de blanco y rojo hacia los porches. Pasado el peligro, volvió a montar su negocio y me llamó. En agradecimiento, me regaló un collar y una amplia y blanca sonrisa.

 

Javier Les Bujanda (Marcaláin, Navarra)

Miedo

Tuve miedo de llegar tarde, porque éstos iban a ir antes a comprar champaña barato para ponerse a tono. Tuve miedo de beber alcohol, porque en mi fuero interno de abstemio en potencia estaba convencido de que hacerlo no era necesario para disfrutar. Tuve miedo de pisar los parterres húmedos, no fuese a salpicarme y ensuciarme los bajos de mis inmaculados pantalones blancos. Tuve miedo de quedar aislado de mis amigos y de verme obligado a pasar dos horas junto a un desconocido antipático. Tuve miedo de que se me desanudara el pañuelico que llevaba en la muñeca, de perderlo y de empezar las fiestas con ese hándicap tan significativo. Tuve miedo de no escuchar con claridad las palabras del encargado de prender la mecha, por si mis padres me preguntaban qué fórmula había utilizado. Tuve miedo de sudar demasiado y de ofender en términos olfativos a unas chicas bastante atractivas que, para mi angustia, eran la viva imagen de la desinhibición. Tuve miedo de ser enfocado por alguna cámara y de aparecer con cara de panoli. Tuve miedo de no estar bien metido en el mogollón. Y, claro está, tuve miedo de morir aplastado. Pero mis miedos eran injustificados.