IX Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


ESTRIBOR QUIEN GANA A BABOR

Alberto Barcia Gonzalez

Con las legañas todavía en los ojos y sobre el regazo de su madre, Fermín disfrutaba emocionado cantando la pegadiza melodía de es babor quien gana, quien gana… que hacia vibrar a toda la plaza a una hora tan temprana. A lo lejos, el estruendo del cohete llegó hasta los oídos de Fermín, a quien comenzaron a sudar las manos, consciente de que le esperaban unos eternos minutos de nervios y tensión contenida. Muy cerca del toro, a la izquierda de su pitón, consiguió reconocer a su padre que entraba por el callejón de escrupuloso blanco. Era el momento de respirar y relajarse sobre el duro asiento de piedra mientras su padre subía a la andanada para abrazarle y contarle todos los detalles de la carrera.
Ahora, treinta años más tarde, Fermín volvía a escuchar las melodías de la plaza que tantos recuerdos le traían. Pero esta vez lo hacía desde la lejanía, envuelto en una atmósfera de tradición y nerviosismo, de espacios individuales rodeados de respeto. Absorto en sus pensamientos, concentrado y sabedor de que hoy sería él quien subiría a abrazar su padre. 

YO TENÍA RAZÓN

Paola Ruiz López

Hice una cruz en el calendario. Taché el número seis del mes de julio a las nueve de la mañana. Media hora después saqué la ropa del fondo del armario. Blanca y roja. Serían las diez y media cuando salí por la puerta. La faja me apretaba más que el año pasado. Yo te decía que la ropa encogía y tú me decías que lo que iba a encoger eran las raciones de txistorra. Ahora creo que, como siempre, tenías razón. Serían las once y cuarto cuando llegué. Me senté en el banco de la entrada. Me decías que tenía que andar más. Yo no te hacía caso y me iba a echar la partida; pero, como siempre, tenías razón. Encendí la radio y saqué tu pañuelo rojo. Lo había intentado planchar lo mejor que pude. Serían las doce menos cuarto cuando me acerqué a donde estabas. Te dejé las rosas blancas y tu pañuelo rojo recién planchado encima de tu placa. Serían las doce cuando escuchamos por la radio: “¡Viva San Fermín!”. Tú me dijiste que nunca más los volverías a vivir, pero ésta vez no tuviste la razón.  

CUESTIÓN DE MAGIA

Carole Eslava Uría

En el cole muchos ponían caras raras cuando escuchan mi nombre. Siempre me he sentido fuera de ese núcleo homogéneo formado por Pauls, Janes o Justins. Pero mi abuelo Javier se empeñó. Él siempre me decía que tenía un nombre especial, sinónimo de pasión, devoción y alegría. Y allí, en Londres, mientras mis padres nos creían dormidos, venía a mi habitación para hablarme de los Sanfermines, “una fiesta única en el mundo”. Y me explicaba cómo mi abuela y él comían churros con chocolate después de ver a personas correr delante de auténticos toros. Me contó que las calles estaban repletas de gente, todos vestidos de blanco y rojo, y que el día 7 de julio caminaban detrás del santo al que debo mi nombre. Me explicó que figuras gigantes de madera desfilan por las calles y que otros personajes napoleónicos persiguen a los niños. “Tienes que ir”, me dijo antes de morir. “Los Sanfermines no se explican, se viven con las tripas”. Y lo hice. Con 20 años, me sumergí en la plaza del Ayuntamiento. Gritos, risas, saltos y brazos en alto. Se oyó un cohete y entonces… comprendí a mi abuelo: en ese instante sentí, por fin, la magia de San Fermín.