IX Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


ANADIPLOSIS

David Villar Cembellín

En Santo Domingo la multitud aguarda, cerrándose en abanico. En abanico humano, urdimbre de personas que conforma un tejido blanquirrojo que enmoqueta hasta Mercaderes. Y en Mercaderes más y más gente, atestando los márgenes de la calle, apreturas y pelotón festivo. Festivo también el cohete que detona y rompe el cielo. Cielo desde donde les observamos correr: ¡observad, ya llegan a Estafeta, ya se adentran en el callejón, ya han alcanzado la Plaza! Plaza que les recibe con aplausos y vítores, y con risa abierta, porque es la risa —y no otra cosa— la verdadera representación de la fiesta. Esa fiesta que aquí encuentra su capital y su centro.

Centro donde una chica australiana, ebria y feliz, baila al sol de la madrugada.

Madrugada que sorprende a una nueva pareja que se abraza, y se reconoce, y se besa sobre la hierba de un parque.

Parque que los olvidados servicios municipales limpian, también en este instante, la manguera como una representación bautismal del nuevo día.

Día nuevo en San Fermín donde, ¿acaso no lo veis?, todo está conectado.
 

Nº 17 A

Kike Balenzategui Arbizu

Cerró los ojos como siempre antes de empezar y dejó su mente en blanco. De nuevo el blanco… blanco roto, primero con un trazo rojo, luego con otro. Una sensación de incómoda reiteración. Mismas liturgias pero con matices lo suficientemente marcados como para ser distinguidos, incluso por ojos poco avezados.

En poco más de doscientas horas todos sus ángeles y demonios le rindieron visita; volvió a ser él hasta el paroxismo. Estaba en su salsa, había finiquitado su penúltima copa y ya no recordaba cuándo fue la primera. Sus movimientos, lentos al principio, gradualmente se hicieron más rápidos mientras vomitaba su paleta de colores no apta para daltónicos:
De negro furioso Estafeta. Ocres y amarillos asomando curiosos por Navarrería. Labrit en grises irónicos. Jarauta salpicada de verdes y azules. Naranjitos en la Plaza del Castillo. La Curia morada, siempre. Rojos hinchables brincando en Carlos III.

Sus bailes y saltos eran espasmódicos, epilépticos incluso. Parecían no seguir ningún patrón, pero prestando atención podías intuir, por un instante, un caos fractal.

Cuando las velas dieron paso a las lágrimas paró. Su espíritu se elevó y vio Pamplona desde arriba.
“Ya está”, dijo. Luego pensó: “Nº 17 a”.
Y plasmó su firma sobre el lienzo:
Jackson Pollock
 

CON LA RAPIDEZ DE UN PARPADEO

Maria Del Pilar Martin Bouzas

A pocas horas del alba, de una mañana de verano, el estallido del tercer cohete, marca el destino inmediato de cientos de personas, que aunque no lo crean, viene ya determinado de antemano.
Los ojos de todos los presentes, están fijos en el desarrollo del encierro para no perder ningún detalle de cuanto acontece.
Hay que contar los toros que pasan: uno, dos… hasta cinco. ¡Cuidado!, el sexto se ha quedado atrás. Por el remolino y los gritos de la gente, se intuye su próxima llegada.
De repente se para, gira a su alrededor y descubre algo que llama poderosamente su atención. A su lado, uno de los pastores ha resbalado y está en el suelo. Sin mediar palabra, lo embiste una y otra vez hasta que pierde interés y continúa su camino, veloz, hasta la plaza.
De nada le ha servido a este mozo la experiencia acumulada con el paso de los años y la ausencia de miedo. Pero la suerte está de su parte y, una vez más, despliega su manto para que tan sólo sea una anécdota que guarda en el fondo de su corazón donde convive con la pasión que le despierta esta fiesta.