IX Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


AMA MAITEA

Javier Casado Mayayo

Lucía no le quita ojo a Braulia. La contempla embelesada, con la ilusión del que descubre el baile de los gigantes por primera vez. Maite entrelaza su mano y comparte sonrisas cómplices con otras chicas que, a su lado, conducen críos hipnotizados en idéntica situación. Para ella están siendo unos Sanfermines diferentes, una fiesta de mañana con paseos eternos y cambio de pañales; unos días de puré, jotas, Comparsa y Procesión. Está redescubriendo el San Fermín tranquilo pese a la insistencia de Iñaki, su marido, por quedarse con Lucía y turnarse el abono de sol y la juerga nocturna. Él no lo comprende, pero ella es su madre y aunque quizás no se entere de nada, sabe que su sola presencia es suficiente para calmar sus lágrimas en mitad de la noche. Para tranquilizarla y dejarla durmiendo otra vez como un bebé.

La música de txistus se aleja por Jarauta y las miradas de madre e hija se entrecruzan en el reflejo enrejado de un escaparate, donde por un momentico Maite vislumbra a su ama sana y lúcida de nuevo. Reconociendo, a través del retrato invertido del cristal, a la niña que hace unos años se quedaba atónita admirando danzar a la reina americana. 

AÚN HAY TIEMPO

Celina Ranz Santana

Le di otro sorbo al café y apoyando la makila en la mesa continué mi relato ante la entusiasmada mirada de mi joven interlocutor que había dejado a un lado su bocadillo, absorto en mi explicación sobre los Sanfermines.
—Y luego está la gente abarrotando los bares del centro, los pintxos más sabrosos que nunca, las risas, la música, los cánticos antes de las carreras que hacen que se te ponga la piel de gallina, la emoción de ver a los corredores enfilando la calle de la Estafeta… Ah, y por supuesto, todo el mundo vestidico de blanco y rojo, que es lo que le da vistosidad a la fiesta.
—Vaya, usted sí que lo lleva dentro… —subrayó el peregrino mientras se ataba las botas con firmeza—. ¿Y qué es lo que más le gusta de San Fermín?
—Pues yo diría que es no haber estado nunca en Pamplona.
Mi amigo me miró con extrañeza, sin saber si lo que le fallaba era el idioma o mi cordura.
—Sé que no me moriré sin vivir en directo unos sanfermines, así que lo estoy dejando para el final.
 

EL DÍA

Alicia De La Puente Cobacho

Llegamos a la estación a la hora del Chupinazo. Con premura, una marea blanca y roja nos acogió y nos guió hasta la Estafeta. Parecía que andábamos entre claveles de todos los tamaños y, arropadas por ellos, los recovecos de las calles se transformaban en suaves balanceos. Hasta que algo hizo a nuestros olfatos frenar en seco. «¡Qué maravilla!», exclamamos al unísono. Y al cabo de diez minutos, las tres portábamos sendos bocadillos de magras con tomate. Entre sorbo y bocado disfrutamos de una fiesta sin fin, de un arcoíris de sensaciones que nos llevó casi hasta la madrugada. Y al amanecer, salimos de la cama somnolientas para coger sitio en el encierro. Nuestras pupilas se abrieron como seis platos llanos al ver a todos aquellos valientes corredores de distintas edades con las astas pisando sus talones. Y con aquella imagen matutina en la retina, que luego permanecería intacta durante décadas, subimos a la noria para localizar la estación y, contra marea, dirigirnos melancólicas a abandonar el primer lugar que nos había hecho sentir hogar y calle, ciudadana y extranjera, plural y singular -y todo a la vez- durante veinticuatro horas.