IX Certamen Internacional de Microrrelatos de San Fermín


LA CARTERA

Juan Jose Sánchez Benito

Cuando empezaron a retransmitir en directo los encierros de San Fermín, el hijo del mayoral de una dehesa charra, se tiraba de la cama a verlos y un gusanillo especial lo impulsó ahorrar y en cuanto cumplió los 18 años, cogió sus ahorros y más que le dio la madre y en Pamplona se presentó.

Al bajar del tren perdió la cartera. Pidió trabajo en bares para pagarse la estancia y el viaje de regreso pero, lógicamente, ya estaba todo ocupado. Se acordó del que estaba junto a la plaza de toros donde comía su padre al acompañar a las corridas y allí se acercó. El dueño, al saber de quien era hijo, le dijo que no hacía falta trabajar; ya se lo pagaría el padre cuando volviera pero Agustín si echó una mano.

Poniendo la denuncia en comisaría un americano estaba devolviendo la cartera. Pasaron juntos los San Fermines. Nació una gran amistad. El navarro del bar los invitó para todos los años y los jóvenes ayudaban en el establecimiento.

Al morir el caporal, el hijo entristeció pues ya no podría ir ni ver a su amigo de la cartera. Pero si volvió. El amo lo mandó ya de mayoral con los toros. 

LA NOCHE DE SAN FERMÍN

Enrique Paton Benítez

Ella, morena y espigada, se movía en la noche con elegancia etérea, como un ángel queriendo desplegar su incorpórea belleza entre la alegre multitud. Él, de tez pálida y formas adolescentes, llevaba la mirada perdida de quien ha errado el camino, pero sabe con certeza que alguien le espera. Ambos vestían de blanco y portaban los rastros bermejos del festejo. Al verse se besaron con los ojos y, sin apenas decir palabra, caminaron juntos en la misma dirección. A su alrededor ya no había música, ni celebrantes, ni el recuerdo de una existencia anterior.

Amanecieron en las murallas. Eran jóvenes, muy jóvenes.

Al año siguiente, el mismo día, en el mismo lugar, sus miradas se buscaron y se encontraron. Aquella extraña tradición se mantuvo cada siete de julio por mucho tiempo, a pesar de los avatares que la vida les otorgó. Y cada ocho de julio, al amanecer, se despedían sin despedirse.

Hasta que un día, ella no estaba ahí. Desde entonces, en la noche de San Fermín, se puede ver a un hombre que, a la misma hora, espera en la calle Jarauta con el corazón en un puño, desvencijado por el vendaval de sus pensamientos, mientras la algazara continúa a su alrededor. 

LA MERIENDA

Berta Lezaun Aguado

El público del ruedo clama al grito de ¡torero! la buena estocada del joven diestro. Olvidando al astado, que agonizante y sin fuerza permanece sobre la arena .
Las charangas entonan un pasodoble de ritmo bailongo que pone al gentío a votar en los graderios, bajo un sofocante sol de un 7 de Julio.
Casi van a dar las 7 y tras un rugir de mi estómago saco mi bocadillo de una cesta de mimbre. Un buen trozo de bonito en aceite cubre el pan con mayonesa. Tres anchoas y  unas picantes guindillas completan la faena.
 Tras mi primer bocado alzo una copa que alguien con maestría llena. Las risas, el silencio y el tengo, quiero o comparto se adueñan de este tan popular acto.
Un sonido de  clarín y el chirrido de una rasgada puerta anuncian que va a salir el cuarto toro a la arena.
Una mirada al cielo y un capote ondeando a ras de montera ,reciben al negro zahino a las puertas. Embiste furioso a cada vaivén de muleta , mientras la marea  de  blancos y rojos aplauden la gran faena. Y tras un ¡¡¡oleee y olee! vuelve a estallar la fiesta.