GLÍGLICO
María Villar Cembellín
Julio Cortázar era un gran aficionado a la tauromaquia. Pero es la historia no contada que el genial autor argentino se encontraba en Pamplona cuando escribía Rayuela. He aquí un fragmento de su diario:
«La calle aparece oropendolizada, llena de gurcias y hermosas marraquisencias. Por doquier se arrepestoliza en Pamplona una buenesencia humefescante, un jenasaisquoi festilovivo.
Ayer por la tarde argontendí a la Plaza, donde un estleforoso toro, el quinto, me regaló la más constrinconspua de las galancias: ¡qué zofio! ¡qué morazondia! El animal revolbandaba con premuncia, currespando bravío, espermujando por la boca. Palpitaba el rod. En toda mi anzopastia he disfrutado de ordopéndalo mejor.
Luego me enconmandé al urgelio de alimentarme: entusgué unos morelios con vuelapastas que en verdad os digo eran como una carinia en el miolasma. ¡Evohé!, no pude menos que prosentir un tíbulo, brindando con rojilunio ergomantino.
Ancito, satifescente, me regresé a mi dormepuente para la reduplimentada siesta. ¡Ah, qué sobrezántica farazoria!
Ya por la noche me encomisté a un merable pleraplo: todo se revoldaraba y embulsionaba, los ergulios se encristaban, los fíndulos se extracinstaban como dispulatos de brindamina. ¡Increíble molario! Ebruno, chispondante, me encontró la albadorada.
(…)
NOTA: Creo que tengo una idea para el capítulo 68. »
EL ENCIERRO.
José Carlos Márquez Martín
Un minuto para las ocho. Durante años he esperado este momento. Un sólo minuto y comenzará el que seguro va a ser un día inolvidable. En mi familia, mis padres, mis tíos, mis abuelos han disfrutado antes que yo de los encierros. Todos cuentan historias y coinciden en que hay que vivir la fiesta al menos una vez en la vida.
Y llegó el día, rodeado de los que me quieren y a los que quiero a un lado y a otro. Son sólo algo más de ochocientos metros de recorrido que deben parecer interminables una vez que comience el recorrido. Estoy nervioso. Inquieto. Moviéndome de un lado a otro. Los últimos días no he podido dormir.
¡Ya! Son las ocho. Encienden el cohete que sube más de cincuenta metros antes de estallar. En ese momento se abren las puertas y salimos corriendo detrás de todos los que han venido al encierro vestidos de blanco con pañuelos rojos.
ES SAN FERMÍN
Feli Azcarate Iriarte
ES SAN FERMÍN
Son las nueve. Después de desayunar bajo a la calle.
El fresco de la mañana me obliga a buscar en la otra acera un resquicio de sol que se cuela desde arriba
El silencio es estremecedor. Justamente se oye, muy lejos, algún chistu proveniente de las charangas que recorren el casco viejo desde el amanecer.
La calle , de las más antiguas ,huele a limpio. Da gusto pasear en esas mañanas de verano que se barruntan calurosas y efervescentes. La gente va a lo suyo, veo algunos vecinos que van a por el pan o a hacer algún recado
-Buenos días- digo
-Buenos días- me contestan
Las 12 de la noche. Después de cenar salgo a dar una vuelta.
Casi no consigo pasar del portal, materialmente ocupado por unos jóvenes, que hablan a gritos en alguna lengua que no entiendo
Hace calor, quizás más humano que meteorológico.
La calle, de las más antiguas, está sucia; llena de gente; y por el suelo , botellas,vasos, restos de comida y de…cualquier cosa.
El ruido es estremecedor. Guirigay de músicas, conversaciones cruzadas, griterío diverso, cánticos espontáneos, debates etílicos.
-¿A dónde vas?- me dice alguien -ven, tómate algo-…y siguen cantando.
-Vale- contesto.
Es San Fermín.